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LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO XXXVII Y XXXVIII

Escrito por Ramón Cuéllar Márquez en Sábado, 19 Julio 2014. Publicado en Literatura

 

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Jano buscó a Helena por todos los medios a su alcance. Los suegros se encargaron de que no se aproximara ni a preguntar. Pasó semanas en la incertidumbre, cavilando mil formas de ponerse en contacto. Incluso vigiló la casa de Helena, tratando de distinguirla aunque fuera de lejos, pero cada movimiento era monitoreado por guardias de seguridad que escoltaban la mansión. Investigaba por las tardes, asomando la cara por entre el follaje de los jardines, escondiéndose cuando se acercaban. Pasaron semanas sin avistarla, hasta que un día decidió ya no seguir porque se dio cuenta de que se estaba extraviando en una búsqueda infructuosa y porque parecía que Helena había perdido todo interés. Los maestros de la universidad deseaban saber qué sucedía, pues por los pasillos andaba meditabundo y en las clases discutía poco las intervenciones de los estudiantes.

Salió de su departamento dispuesto a encontrar un nuevo sitio, pues cada rincón olía a ella, cada sombra, cada amanecer, cada viento que se colaba por las ventanas, irremediablemente remitían a su imagen. La ansiedad le había destrozado los intestinos y el insomnio arrancaba aún más la paz necesaria para escribir. Para colmo, sin noticias de Polo: ningún correo, ningún mensaje, ni siquiera en el chat. Había estado al pendiente de los acontecimientos del otro lado del mundo: el país de Polo estaba en profundos cambios. Ese día su candidato asumiría la presidencia de la república y no se perdería la transmisión en vivo, vía satélite, por las televisoras locales. Los inconformes habían fraguado una estrategia para derrocarlo antes de que se colocara la banda presidencial.

Se dirigió a uno de los restaurantes donde solía ir con sus compañeros maestros de la universidad. Esperó unos minutos antes de que uno de los camareros lo guiara a una mesa vacía. Se sentó en la mejor ubicación. Los locutores televisivos anunciaban que la toma de protesta se haría en la Plaza Mayor, frente a Palacio Nacional, en lugar del Legislativo, por petición del presidente entrante. Las cámaras mostraban por todos los flancos imágenes de gente aproximándose lo más posible a la zona del acto. Los entrevistadores se turnaban para recoger las opiniones de los ciudadanos. Mientras, en la plaza, el rumor de miles de voces se movía como un río, yendo hacia el centro de las acciones, como feligreses dispuestos al sermón matutino de su líder religioso.

 

 

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—Tengo vigilancia —anotó Polo.

Jano leyó la frase; pensó en un par de respuestas para no exponer a su amigo

—Helena ya no está —apuntó, para centrar la plática en un asunto más personal.

—¿Qué?... ¿desde cuándo?

—Hace varias semanas.

—¿Cómo sucedió eso?

—Un día la tía Julieta me anunció que Helena ya no regresaría porque su padre la obligó a firmar un acuerdo… donde ella se internaría en un centro de rehabilitación para adictos.

—¡Adictos!, ni siquiera fumaba.

—Eso fue lo que dije… Un pretexto de mi suegro… Su hija bajo sus órdenes… Si pensamos como él… perdió una fortuna por la inversión que hizo en Helena.

—Que no joda…

—Para el suegro su hija es una especie de producto…

—¿Helena aceptó?

—Sí, aunque ignoro bajo qué términos… lo único cierto es que estoy sin noticias.

—¿Nada de nada?

—He indagado bastante… es como si se la hubiera tragado la tierra… Vigilé la casa… la oficina del papá… Jamás la vi… Me estoy volviendo loco de tanto pensar…

—Te entiendo a la perfección… Así me siento con lo de Rocío, de quien por cierto ya tuve noticias a través de Dagnino… Se puso en contacto conmigo… Informó que estaba bien.

—¿Cómo supo él?

—No quiso soltar nada… lo cual agrega más incertidumbre al asunto… Me conformo con que a mi mujer no le pase nada.

—Cuando menos existen noticias… pero oye, ¿Dagnino?… ¿Cómo sucedió eso?

—Quién sabe… Jano, el vigilante se acerca de vez en cuando para mirar lo que hago… Cada vez que escriba… cerraré la ventana para volver a empezar…

—Sí.

—Hace un par de semanas que el otro asumió la presidencia… La gente ya platica de otras cosas.

—¿Me quieres enloquecer más aún?

—¿Cómo crees?

—Por los días en que desapareció Helena… vi en un restaurante la toma de protesta de nuestro candidato… lo hicieron en la Plaza Mayor…

—Jano, algo anda mal… te aseguro que el presidente es el otro… el Tribunal Electoral falló a favor de él.

—Qué raro… leí en los periódicos que las primeras instrucciones…

Jano no leyó la siguiente frase porque Polo cerró la ventana. Aguardó unos segundos...

—Disculpa, es que el tipo preguntó algo… Ya se fue…

—Entiendo…

—¿Me decías?

—Que las primeras instrucciones fueron que un chino será el secretario de relaciones exteriores… y una tal Keiko la secretaria de educación…

—¿Un chino?... acá ese hombre...

La ventana se cerró de nuevo. Jano aguardó unos segundos. Polo regresaría de un momento a otro. El cursor del chat le recordó su incapacidad creativa. De pronto, un icono anunció que Polo había salido de la red.

 

 

—Con la novedad, jefe, de que efectivamente este hijo de la chingada pasaba información por internet —escupió el policía.

Polo los miró aterrado. No alcanzó decirle a Jano que alguien había visto lo que escribía. El jefe se inclinó por atrás, acercándose al oído:

—¿Conque no se había dado cuenta de que lo dejamos hacer eso para sacarle más información?

Polo se trabó: la sintaxis se arremolinó en la entrada del estómago, como una vejiga llena de ideas, a punto de reventar.

—Contesta, cabrón, me parece que ya es hora de que te dejes de pendejadas. Ya son muchos días de estarte aguantando. ¿A poco creíste que no nos daríamos cuenta; pero si yo mismo di la orden que te dejaran la computadora… Hay que ser muy estúpido como para caer en algo así, pero caíste, ¡y lo mejor de todo es que funcionó!

Polo levantó la cabeza, mirando al jefe policiaco.

—Ni modo, cabrón, te metiste en esto hasta el culo, ¿cómo te desafanarás de tanta mierda? Mis hombres reportaron que escapaste de los custodios para verte con alguien.

Polo afirmó con la cabeza.

—Pues hay una noticia que te pondrá contento, vaya, relincharás de gusto. Aquí afuera está ese tipejo.

Polo abrió los ojos, desmesurados, como si fueran a rodar en búsqueda de la imagen de Dagnino para que confesara de una vez el paradero de Rocío.

—Ese cabrón ya cantó como pajarito, vieras qué bien lo hizo. Dijo un chingo de cosas, que si esto, que si aquello, que si lo otro, ¿cómo la ves?; te hundió en el caño. Ah cómo me dan risa, hijos de puta. Unos les da sus madrinas pa’ que se callen, pero no, se crecen al castigo. ¿Quieres ver quién era el hombre con el que te entrevistabas? —preguntó, acercándose de nuevo al rostro de Polo, quien percibió el hedor de su aliento—. A ver, traigan al detenido.

Uno de los policías salió. Por la cabeza de Polo desfilaron decenas de imágenes, especialmente la de Rocío con su panza. Respiró por pausas porque la sensación de asfixia era mucha. La puerta se abrió, apareciendo el mismo policía acompañado por alguien. Polo se quedó estupefacto. El agente sentó al personaje frente a él. Bajo la luz Polo observó con claridad de quién se trataba.

—¿Usted?, ¿qué hace aquí?

—Creo que no comprendiste, ¿verdad? —recalcó el policía—, es la secretaria del Consejo Electoral, la de tu jefe.

Polo se levantó, pero lo volvieron a sentar.

—¿Cirse?, ¿cómo es posible?

—Claro que lo es —intervino el hombre—, la señorita sirvió a varios patrones, ¿verdad, hija de la chingada?

Cirse miró fijamente a Polo.

—Perdóneme, si no lo hacía, Federico tomaría represalias con mi familia, ya lo conoce —gimoteó, suplicando.

—¿Cómo se prestó a semejante atrocidad?, ¡se trataba de una embarazada!

—Yo no sabía que lo estaba y no me quedó de otra.

—¿Me enviaba esos mensajes misteriosos en los sobres?

—Sí, era la mejor forma de no despertar sospechas hacia mí. La gente presionaba mucho, necesitaban documentos que sólo usted manejaba. Intuían que Federico andaba en cosas turbias, pero lo que más interesaba era que usted sirviera a la causa. También era una forma de desquitarme de Federico.

—¡Dónde está mi mujer?

—La soltarán en unos días. No hay problemas con su embarazo, si eso le preocupa.

—¿Y Federico?

—Me harté de él, lo dejé. Me dio pavor en lo que me metía.

—¿Así que un secuestro y un pendejo llamado Federico, no? —interrumpió el jefe—, van a aclarar muchas cosas.

Cirse extendió la mano para tomar la de Polo; éste la rechazó.

—Perdóneme, todo se fue complicando… Muchas veces quise decirle lo que pasaba, ya no dejarle mensajes. Dirá que a qué jugaba, pero así fueron las cosas. Marqué tantas veces por teléfono a su casa, pero siempre colgaba porque me daban miedo las consecuencias. Estaba entre la espada y la pared. De hecho, escogí Dagnino porque alguien lo mencionó como una anécdota hace mucho tiempo en una reunión de amigos en la que estuvimos usted y yo; era acerca de una familia de contrabandistas que tenía casa en una playa… Federico se embrolló con un tipo, gente del bloque contrario, ofrecieron mucho dinero; luego vino el asunto de los paquetes… Insistí en el peligro que significaba, incluso para él. Hizo oídos sordos, me golpeó hasta que dije que sí, ¿qué podía hacer?

—Ah, pinches mosquitas muertas, qué escondidito lo tenían, ¿quién lo dijera?; si parecen unos perfectos idiotas buenos para nada. ¿Ya lo ves, cabrón?, nomás bastó que te organizara un poco la vida para que me llevaras con tus cómplices. A ver, cabrón —dijo, dirigiéndose al agente—, investígame dónde está la secuestrada de la que hablan este par de idiotas.

 

 

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