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Metal muerto, capítulo III: Donde la muerte mora

Escrito por Francisco Amador García-Cólotl en Lunes, 09 Marzo 2015. Publicado en Literatura

Where death seems to dwell

Amon Amarth

 

Preparó los cuatro guerreros con mucho cuidado. Los dispuso en las bolsas interiores de la chamarra y, aunque el peso lo molestaba un poco, se enfiló presuroso por las calles de aquella colonia que había vigilado durante unos días. Sabía perfectamente adónde se dirigía. No tomó atajos ni dudó en el trayecto. Condujo la motocicleta por las mismas calles que había vigilado y aceleró para llegar a su destino. A media cuadra de la casa donde se dirigía, bajó un poco la velocidad para escudriñar un sitio donde aparcar la moto. Se acercó al frente de la casa, redujo la velocidad mientras buscaba el neutral y cuando la luz verde del medidor se encendió, bajó los pies y la pata, ladeó la moto y se apeó lo más rápido que pudo. Un niño de unos cuatro años montaba un triciclo viejo en la entrada y lo hizo a un lado. Dio tres pasos entre plantas regadas, marchitas y un perro, amarrado a un árbol, bajo láminas de metal oxidadas, ladró ferozmente al intruso. La puerta de la casucha estaba abierta y entró bruscamente con dos de los cuatro guerreros en mano; el hombre veía la televisión recostado en una silla de plástico en aquél cuartucho que servía de sala, comedor y cocina. Accionó los guerreros sobre la humanidad de aquel sorprendido, con tal rapidez y certeza, que el otro no logró siquiera ponerse en pie. Vació los dos guerreros sobre su víctima mientras una mujer joven vestida en harapos gritaba desesperada. Guardó los guerreros y tomó un tercero, con el que asesinó a la esposa del que yacía tirado en el piso de tierra. Guardó el tercer guerrero y fue a su moto corriendo y, de la alforja derecha, sacó dos botellas de cristal con gasolina y mecha de estopa. Volvió corriendo al interior de la casucha haciendo de lado al niño que ya lloraba al compás de los ladridos del canino. Se adentró temblando, logró encender una bomba en varios intentos y la estrelló en una pared de lámina, justo a un lado de un sofá mugroso. Esperó un instante a que el fuego alcanzara el sofá y vertió el contenido de la segunda botella sobre éste. Luego la estrelló y huyó despavorido a su moto aún encendida. Ningún vecino se asomó para detenerlo, el jinete montó de un salto, torpemente cambió a primera y salió huyendo por el mismo rumbo en que había llegado. Aceleró tanto, que la moto derrapó al frenar en la esquina. Su corazón latía fuertemente mientras dejaba aquella escena con el niño llorando y el bravo perro ladrando y tratando de zafarse. Los cuerpos de la pareja debían estar quemándose. Manejó algunas cuadras y se detuvo para ubicar la columna de humo negro que se alzaba sobre las casuchas de aquel barrio de las afueras de la ciudad. Sintió los brazos tan tensos y temblorosos que creyó por un momento no poder manejar. Observó el humo, y su imaginación le dio una negrura como la que sentía en su interior. Atrás dejó el sitio, en su moto, y se dirigió al norte de la ciudad. Sentía que alguien lo perseguía, pensaba que todos lo veían, sudaba copiosamente mientras aceleraba y desaceleraba. Cruzó varios altos sin poner mucha atención. Los guerreros se sentían pesados en su chamarra y cintura. Sus manos olían a gasolina y sintió gran avidez por beber algo. No sabía a ciencia cierta por dónde conducía hasta que llegó a una avenida que se dirige al malecón. Imaginaba sonidos de sirena frente a él, cruzando como si fuesen luces, y si se hubiese topado con alguna patrulla, no habría sabido qué hacer. El hombre recibió los balazos, atónito, en su silla de plástico y cayó de lado, hacia la pared de láminas. La mujer corría hacia él cuando accionó el tercer guerrero, como si la fémina quisiera huir o socorrer al infante. Los occisos supieron muy bien quién era él cuando entraba en la casa pistolas en mano; supieron de qué se trataba cuando vieron la figura iracunda del motociclista y los destellos de las armas, de eso estaba seguro.

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