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Y seguimos pidiendo la palabra: HISTORIA MISTERIOSA Y CON FINAL PENDIENTE, PERO PROMETIDO

Escrito por Lucas Sin Chaveta en Sábado, 26 Abril 2014. Publicado en Literatura

Parte 6: “Señal de alarma”

 

 

Angélica resopló al detenerse frente a una compuerta lateral. Colocó su rostro frente al lector de iris; un foco verde se encendió. Esperaron  mientras las placas metálicas se desplazaban. Entraron a una sala pobremente iluminada, el aroma a desechos humanos mal disimulado viciaba el ambiente. Un centenar de celdas esféricas de cristal estaban dispuestas una tras otra de tal forma que pasar entre ellas era como perderse en un laberinto en espiral. Angélica había aprendido a tomar el paseo con pragmatismo, al contrario de su compañera quien intentó vanamente no temblar. Se tapó la cara cuando al pasar al lado de la número seis, su habitante brincó azotando con furia el material transparente. Angélica se rió. Raúl movió un dedo. Hombres y  mujeres aullaron  dentro de sus jaulas.

            Supo que se perdieron, que  por un momento él mismo fue invadido; ni sus pensamientos serían suyos. No fue así,  no lo quebraron. Estaba molesto, mucho; cada vez más lúcido, cada vez sintiéndose más peligroso. Se fijó en la cintura de una de las mujeres; una pistola colgaba de su cinturón. Sólo tenía que moverse, estirar la mano. No pudo, tenía el brazo entumido. Volvió a intentarlo.

            Llegaron a la número trece. Angélica pulsó un botón en un aparato sujeto a su muñeca; la compuerta neumática se abrió.

            —Ahora sí, ¡a la jaula!

            Los tendones de Raúl amenazaban con reventar. Al ser impulsado hacia la blancura, se agarró de la ropa de Ángelica. Myrna dio pasos hacia atrás tapándose la boca. Ángelica se sacudió entre chillidos provocando que la silla de ruedas se volteara con un estrépito metálico. Raúl, en el piso, no soltaba sus faldas.

            — ¡Dispárale, Myrna! ¡Mierda!

            Reaccionó desenfundando. Raúl se estremeció.

            —No, no, no, ni madres.

            Hizo que Ángelica trastabillara. Myrna presionó el gatillo sin que le importara que su compañera estuviera en la línea de fuego. Una ráfaga de dardos salió del arma con un zumbido eléctrico.

            Myrna dio saltitos. La otra se retorcía a sus pies. Los dardos penetraron descargando toda su energía voltaica en su cara; le salió humo de la boca en lugar de gritos. Raúl, saliendo del aturdimiento, a pesar de su fractura,  impulsándose con los brazos y depositando la mayor parte de su peso en la otra pierna, logró reincorporarse. Myrna lo escrutaba desde su mortuoria palidez. Se agachó para arrancar un dardo del ojo izquierdo de Angélica, no le  importó su llanto.

            —Por favor vete, sólo vete —suplicó Myrna.

            La aventó contra una de las celdas. Los seres saltaban vociferando al borde de la excitación.             Con la mano derecha  atenazó su cuello.

            —Primero dime. ¿Crees que te voy a dejar  tan fácil? Para mí eres una sádica. Mi vida, no sé, solo pretendía ser. Esto no es cierto y lo siento, duele y…  La verdad, quiero matarte…

            Leyó la plaquita en la blusa de la mujer.

            —Myrna.

            Le perforó la  garganta con el dardo, la sangre brotó a presión trazando una línea roja sobre su pecho. Su expresión era la de una niña perdida, con los labios entreabiertos dispuestos a pedir algo. Intentaba tapar la herida, lo cual fue inútil. Raúl no se movió hasta que la vio irse de cara.

            Ángelica pataleaba lloriqueando, fue hacia ella y le arrancó el mando remoto de la muñeca. Empezó a pulsar botones. Luces rojas y azules se encendieron intermitentemente, una sirena ululó.

            Titubeó al ver las vainas abrirse una por una. Sus habitantes fueron expulsados entre murmullos y estertores. Debía aprovechar la confusión para escabullirse.

—¿Cómo?

            El mismo hecho de preguntarlo disparó algo en su memoria. Hizo presa de la cabellera de la enfermera  arrastrándola hasta la compuerta. Tiró hacia arriba, colocando su rostro de tal modo que el ojo que le quedaba apuntó al lector de iris. El mecanismo hidráulico se activó. Cuando Raúl le soltó la cabellera, su cuello de cisne hizo un arco que crujió sonoramente.

            Un grupo de guardias armados esperaba afuera. Se estremecieron ante la estampida de seres enloquecidos. Abrieron fuego tumbando a uno o dos. Los demás, decenas de ellos,  rugieron, rasguñaron, mordieron. Raúl, en medio de la confusión, se las arregló para salir al corredor. No hubo dudas, se alejó lo más pudo. Un alarido le llegó de la distancia. Tragó saliva y cojeó más rápido.

            Conforme avanzó le pareció que las paredes de roca se cerraban sobre él. Las luces eléctricas instaladas entre estalactitas liberaron destellos rojos y azules. Se preguntó a donde iba: tal vez directo al infierno. El dolor era cada vez mayor; deseó que todo acabara, tirarse, dormir, otra vez y para siempre. En la distancia una masa se revolvía gritos y aullidos; los gritos eran débiles, los aullidos reverberaban contra la piedra. Tuvo miedo. No paró; hacerlo representaba entregarse por completo: decidió que no. El parpadeo de los reflectores se intensificaba, la alarma sonó con más fuerza.

 

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