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Y seguimos pidiendo la palabra: LA RAÍZ

Escrito por René Mayoral en Miércoles, 29 Junio 2022. Publicado en Cuento, Literatura, Narración, Poesía, Política, Y Seguimos Pidiendo la Palabra

Investigadores analizan la arquitectura de la raíz de la judía para mejorar  la reproducción de cultivos

I

 

            Vayan por pitufirraíz había dicho papá. Para curar alguna herida de Tontín que había tropezado en un altercado de lo más absurdo. Para hacer pomada y borrar las arrugas que ya se notaban en Vanidoso y que lo mantenían por días tendido en la cama, que hasta había roto el espejo, que era parte de él, la flor marchita, como mutilarse él mismo, había dicho el pitufo Psicólogo. Llevaba días sin ver a nadie, pudriéndose en la inanición. Vayan por pitufirraíz había dicho mientras se escondía entre las hojas de un libro.

—Según mis cálculos deben estar por aquí— dijo Filósofo con su voz chillona.

—Vamos, pitufos— dijo Pitufina, y su voz no fue ni tan molesta ni tan aguda.

            Siguieron caminando por el bosque. El camino estaba lleno de musgo, lo que daba la cariñosa sensación de una estera de terciopelo. A Gruñón le pareció de mal gusto sentir en sus pies algo que no era, y hubiera preferido una incomodidad áspera en el camino, como realmente le parecía.

—Odio el musgo— dijo. En ese momento, sin realmente notarlo, todos se llenaron de una extraña certidumbre, como completar ciclos, se disipó una tensión que se construía siempre con el inicio del día y se iba acrecentando junto con los rayos del sol hasta que el comentario salía tan indiferente. Gruñón dijo odiar el musgo pero al decirlo se odió más a él mismo.

—Ya casi llegamos—dijo Filósofo. Pitufina comenzó a cantar el himno corriente. La la la lala la… A todo pulmón. El bosque escuchaba atento la entonación clara. Alguno de los hombrecitos azules se preguntó dónde estaría Gárgamel. Hacía meses que no se aparecía y aún cuando no era algo reflexionado sino obra de prueba y error, eso explicaba por qué Pitufina ahora cantaba tan liberada de toda censura, de ella o de cualquiera, sin el temor que antes hubiera hecho sus pasos sigilosos.

            Siguieron caminando. El bosque entero parecía siempre repetirse. Caminar en círculos. Nunca llegar a ningún lado. Los pitufos hablaban. Gruñón dejó de escuchar, sobre todo por ahorrarse la molestia del agudo insensato de Filósofo.

 

 

  II                  

 

            ¿Por qué no cultivan la raíz en la aldea? había pensado. Ahí estaba el pitufo Agricultor. No habría que salir inútilmente cada vez, no habría que aventurarse en la monotonía del bosque y sobre todo no molestarlo. ¿Por qué no… se moría por preguntarlo. Hacerle ver a alguien lo absurdo. Pero ellos cantaban. El odio requería una visión objetiva, una actitud crítica. Odio el bosque pensó decir pero le pareció mentira. Odiaba tener que estar ahí en ese momento. Odiaba la rutina, un abstracto, no eran las pequeñas cosas sino el marco que todo lo abarcaba. Pero no podría decirlo tampoco, serían demasiadas palabras. En su papel no cabían las grandes reflexiones, las frases elaboradas, el abstracto. Sintió por un momento su destino sellado.

—Ahí están, ahí están—dijo Filósofo.

—Vamos, pitufos—dijo Pitufina.

—¡Sí! ¡Eh!—exclamó Fortachón mientras corría hacia las hierbas. Sacó cinco de un solo jalón dejando impresionados a todos.

—¡Pitufifantástico!

            En la aldea todo era distinto. Ahí tenía refugio. Siempre podía ir con Pintor o Escritor a esconderse en sus champiñones. Era fácil. Ellos exigían silencio, preferían el techo y las pocas palabras. Él se sentaba ahí por horas a ver los pincelazos yendo y viniendo. Creando texturas sobre el lienzo plano. Lo que le gustaba(no lo decía) era ver más color que el azul predominante, cómo el negro, el morado y el rojo se apoderaban de la tela blanca. Cómo la desaparecían.

            Un día Pintor, cerrando las ventanas, comenzó a pintar un cuadro extraño. Su mirada dio un aire distinto y el pincel parecía más una navaja que la fina vara de siempre. Los colores que salían del lienzo se marcaban violentos, irremovibles. Era fabuloso ver cómo el lienzo sangraba.

—¿Qué te parece?—le dijo al final. Él se quedo callado, pero al llegar a su casa se sentó en la cama y abrió la boca.

—Odio… odio…—quiso terminar la frase pero no pudo. 

 

 

 

III                   

 

            Vanidoso, como la petición de un moribundo, había suplicado, aún con el rostro totalmente cubierto entre pomada y sábanas, que Pintor le hiciera un cuadro. Que aludiera  a la memoria, a sus mejores recuerdos del azul a flor de piel, había dicho. Desde que se lo dieron se encerró en su cuarto sin recibir a nadie. Horas y horas, contó papá, se pasaba viendo el lienzo como antes al espejo. De cuando en cuando se tocaba la faz y una respiración agitada entraba y salía en su boca como el horror a medias.

            Toda la aldea se había hundido en los pesares excepto Tontín. Él seguía caminando por los senderos con el estertor de cerdo y las palabras inacabadas. Toda magia podía hacer papá, menos curar la sinusitis de su hijo menos agraciado. Desde que inició la tragedia Pitufina lo seguí a todos lados, lo enganchaba del brazo, y ambos recorrían los caminos, ella llorando, él ausente. Alguien vio a Tontín por esas noches tratando de regresar a su casa, torpe, en medio de la madrugada.

 

 

IV                   

 

            Vayan por pitufirraíz había dicho papá y se había escudado en las hojas de un libro. Un gran tomo sin letras en el lomo, la pura cubierta de piel. El molesto caminar entre hierbas y mariposas colosales comenzaba.

            ¿Quién pitufos escribe todos esos libros de cualquier manera? Y toda una vida para leerlos, ¿cómo no se acaban? Escritor no habría escrito tanto, además, lo que escribía no tenía razón de ser en la casa de papá. Menos aún los textos escondidos  bajo la cama, los versos ocultos que nadie había escuchado fuera de Gruñón y el autor mismo. Esos que hablaban del aroma incómodo y perfecto de Pitufina en la ilícita intimidad de ser la única mujer, que describía con detenimiento el sabor azul y triste como el cielo nunca más alcanzado. Ésos no, ésos no podrían ser.

—Why so blue?—le preguntó Fortachón sin esperar una respuesta. Caminaron un tramo juntos pero en silencio, luego prosiguió.—¿Sabes? Un día todo va a acabar. No sé, he estado pensando. Chispitufos, es tan injusto. Me refiero a ti y mí. Quiero decir, yo soy Fortachón y tú Gruñón, nuestros nombres aluden a un estado de ánimo, a algo efímero. No es un oficio, no es nada. Por lo menos Filósofo, es lo que hace, nosotros somos un estado, una faceta. ¿Entiendes?... no sé. Un día la piedra que cargue me va a  aplastar, estoy seguro. Lo sé. Ya hay veces que me duele la espalda. Chispitufos. Y después… después no seré nada.

            Gruñón no dijo nada pero recordó sus visitas en la aldea. Tardes enteras con Goloso, incluso con ese regordete que le daba tanta náusea. Con él había estado, ignorando sus palabras llenas de grasa, pero sin poder despegar los ojos de la comida, como otro lienzo que iba trabajando por horas hasta culminar en la maravilla. Odiaba(eso sí lo odiaba) cuando llegaban los otros y entre sus dientes destruían la obra.

            ¿Dónde estaría Gárgamel? Los días desde que no aparecía se había teñido de una tranquilidad desesperante. No había nada qué hacer pero todos estaban tan alegres por eso. Lo consideraban un triunfo y se entregaban por entero a las excursiones absurdas por el bosque tras cosas innecesarias fabricando necesidades idiotas, creando aventuras donde no había nada. Nada. ¿Dónde estaba su lienzo? Claramente los días, su odio, eran blancos como la tela antes del primer brochazo, pero nunca se volvía color.

            Siguió caminando mientras los otros buscaban frutos y fue entonces cuando oyó el maullido. Primero se petrificó y quiso retroceder pero un extraño magnetismo condujo sus pasos cada vez más cerca del llamado. A lo lejos vio al gato, flaco y sucio, deambulando como ciego, desorientado alrededor de unas piedras. Se acercó aún más. Entonces vio la calva, ahora de un blanco total, los dientes desparejos enterrados en la tierra. El gato ni siquiera lo vio. Seguía maullando dolorosamente. Gruñón tocó el cráneo y sintió la aspereza tal y como debía sentirse.

 

 

 V                                                     

 

            Pintor usó el negro de la noche. Él, por ser pintor sabía de eso. Usó el color y no fue visto. Se ahorró justificación y despedida y el bosque borró sus pisadas. A la mañana siguiente nadie lo vio. Sus cuadros fueron ocultados por Papá. No más ignominia.

            Gruñón no supo bien por qué lo hizo. Escuchó un alboroto en la noche. Cuando fue a ver a Pintor se había ido y los cuadros jamás mostrados estaban afuera. Papá Pitufo miraba severo. Pensar que a su hija, su única hija. Verla así. Nunca. Buscó entre las sombras al artista sin resultados y se llevó uno de los cuadros, un desnudo precioso, a su casa. Gruñón, nervioso entró rápidamente al champiñón y buscó entre las pinturas. Tiró varias al suelo en su intento de apresurarse hasta que, debajo de un paisaje de lo más convencional, surgió ese cuadro violentísimo en el que el rojo cubría el azul. Lo recordaba bien. En realidad no era una escena u objeto, era la sensación en abstracto, una presión en el pecho. Para cuando regresó Papá por otro lienzo, ni Gruñón ni el cuadro estaban .

            No supo por qué lo hizo. Corrió por el bosque excitado. Temía que el cuadro se desfigurara con el sudor. Se perdió entre los árboles como colosos de madera gigantescos. Trataba de evitar las hojas crujir bajos sus pies como huyendo una vez más de Gárgamel. El temor devuelto. Sólo que esta vez no huía de él. Era todo diferente. Por eso fue tan extraño sentirse a salvo al ver el cráneo de un blanco intenso por la luna en él reflejado. Por eso aunque el olor era inmundo tomó el cuadro por un extremo y lo metió por la cuenca del ojo. Luego se metió él y desapareció en la oscuridad como Pintor. Esa noche durmió ahí sin saber por qué.

 

   

VI                                

 

            Debe de se Pintor, alguno dijo. Debe de ser él enojado. Por haber huido. Por la vergüenza. La verdad es que nadie lo había visto en semanas. Habían estado desapareciendo pitufos cada día y el nerviosismo abundaba. Nada de excursiones fuera. Nada de eso. La aldea temblaba. Y con la nueva de que Fortachón cojeaba ahora de una pierna, consecuencia de caminar cargando piedras todo el día, no había esperanza.

            Papá Pitufo pensó que tal vez era Azrael. El gato, habiendo perdido todo, vagaba con odio, cazándolos uno a uno. Nadie sabía nada en realidad, pero el cantar habitual, las sonrisas de siempre no existían.

  

 

 

VII           

 

            Un día Papá Pitufo cayó enfermo. Tenía una fiebre de caldera y no podía ni hablar. El ánimo se vino abajo. Todos estaban devastados, pero Pitufina, conmovida, decidió ir en busca de pitufirraíz para aliviar al viejo. Fortachón había desaparecido hacía días y el único que pudo acompañarla fue Gruñón.

—Odio caminar— dijo, pero fue.

            Estaba oscureciendo peligrosamente. Los ojos distinguían cada vez menos el camino de regreso y la piel, tal vez por el miedo, tal vez por la luna, cobraba un albor mortecino. Caminaron mucho sin hallar una sola de las raíces.

—Vamos, Gruñón, casi llegamos—seguía repitiendo Pitufina. Gruñón caminaba en silencio detrás de ella. El viento movía las ramas de los árboles como garras siniestras tratando de atraparlos.

—¡Ahí están!—exclamó aliviada la muchacha. Empezó a caminar más rápido. De pronto, de los sonidos de la noche se oyó otro timbre. Se quedó inmóvil. Avanzó lentamente, pero al segundo paso el maullido fue evidente. Era una voz ronca y horrenda.

—¡Es Azrael!—susurró aterrada. Comenzó a caminar rápido de regreso. Se detuvo al no escuchar los pasos de Gruñón tras de ella.

—¡Gruñón, vámonos!—desesperada.

            Él caminó lentamente hacia ella. Sus manos temblaban como los árboles contra el viento.

—¡Gruñón!¿qué pasa?—nerviosa. Empezó a retroceder. Él la tomó de los hombros con fuerza y su sombra cubrió el brillo de la luna sobre ella. Al llevarla al cráneo pudo oler el aroma incómodo y perfecto de su pelo rubio.

            Su último grito fue agudo, pero no tan agudo ni tan desgarrados como el de Filósofo.

 

 

 VIII

 

            Tontín estaba perdido. Ahora en serio. Trataba de abrir la puerta de la casa de Pitufina sin conseguirlo. Entonces se fue a caminar en la madrugada todos los caminos de la aldea. Fue entonces cuando vio que volvía Gruñón.

—Gruñ…ón,¿dónde  está… Pitufina?—y el estertor de cerdo.

—Está ayudando a Papá Pitufo—dijo en tono seco. —¿Quieres ayudar a Papá Pitufo?

—Pa…pá Pitufo?

—Sí. Ven, Tontín.

            Los dos se internaron en el bosque. Tontín no paraba de repetir el nombre. Todo el camino con la misma interrupción gangosa. Papá… Pitufo. Hacía frío.

            Llegaron al cráneo después de un rato. Gruñón con suavidad iba guiando con tirones en el hombro a Tontín. Entraron por la cuenca del ojo, de donde venía una luz de vela. El pitufo Taxidermista los recibió contentísimo.

—¡Oh, Gruñón, Gruñón! Eres un ángel. No sé cómo podré pagarte.

—¿Papá… Pitufo?—dijo Tontín.

—Sí, sí. No te preocupes—le dijo Taxidermista mientras se quitaba los guantes llenos de sangre y lo tomaba de los hombros. —¡Espléndido! Ven aquí, Tontín. Siéntate en la mesa. —

            Tontín se sentó sin percatarse de la sangre que lo mojaba.

—¡Gruñón! ¿Cómo podré pagarte? Gracias a ti he entendido tanto. ¡Pero tanto! He podido encontrar la esencia misma de cada uno. Busqué el hambre en el sebo repugnante de Goloso. Busqué la fuerza de Fortachón, examiné sus músculos, en sus órganos. ¡Oh, y cómo parecían sus órganos pitufresas, tan jugosos y de un rojo precioso!—estaba llorando efusivo.

—¿Qué… qué pasa, Gruñón?—dijo Tontín.

—Y en Pitufina busqué en todo su cuerpo el origen de ese aroma. En cada rincón, en cada pigmento. Busqué la sangre azul,¿entiendes?¿Y sabes qué? No hubo tal diferencia. En todos era el mismo rojo bajo la piel. —se enjugó una lágrima—¡Qué bella es la esencia! ¿Cómo podré agradecértelo?

—¿Pitu…fina?—se miró la mano roja por la mesa.

—Sí, sí.—le dijo Taxidermista. Gruñón callaba. Vio un momento la pintura colgada en la pared de hueso. —Está bien. Luego hablaremos. Por ahora, hay que ver qué hay dentro de Tontín.— Lo fue recostando amorosamente, como se duerme a los niños, y sus ojos estaban concentrados en la pequeña cabeza que respiraba con dificultad. Entonces Gruñón tomó un bisturí y se lo clavó en la espalda a Taxidermista. Éste gritó desgarrando la noche. El bisturí iba y venía, se clavaba violento en la carne y el rojo iba consumiendo lentamente el azul. Taxidermista lloraba y se retorcía en el piso. Tontín veía todo y sentía la sangre que le salpicaba pero no entendía.

—¿Gru…ñón?—preguntó Tontín asustado. Estaba empapado y temblaba de frío. Gruñón tiró el bisturí en el piso y salió del cráneo. Salpicado así de sangre recordó a Pintor después de sus cuadros, los manchones de pintura, y pensó que si se encontraran ahora sí serían hermanos.

—¿Gruñ…ón? — Tontín salió persiguiéndolo.

            Gruñón usó el negro de la noche. Se fue borrando. Había encontrado su lienzo y era fabuloso ver cómo el lienzo sangraba. 

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