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Y seguimos pidiendo la palabra: LA TARDE PENDULANTE

Escrito por Héctor Domínguez Ruvalcaba en Miércoles, 14 Diciembre 2022. Publicado en Literatura

Todavía lo había visto salir en el taxi como a las tres de la tarde cuando regresaba de la escuela. Pero no estaba jalando porque no levantó a una señora que le hizo la parada. Lo saludó con un ligero alzar de cejas cuando pasaba, lustroso de la cara y los ojos inflamados de cansancio. Por la madrugada lo había oído hablar con su madre, la voz silbante, cuando se levantó a orinar.  Y todavía después del remolino del excusado pudo entender dos o tres palabras. 

            Bulla por todas partes de radios y televisores.  Las voces de Los Temerarios, las telenovelas, Juanga,  una vieja que regaña a un perro y hasta el sol suena de golpe. Marta, la madre, se había arreglado con prendedores de mariposas de plástico. Iba a visitar a la abuela a la Chaveña. Ahí te dejé un poco de carne con papas, limpia el patio, y no quiero que metas gente, ¿me oíste?... y repitió después de un silencio: ¿me oíste? Rafita gruñó que sí. Sacó una coca cola del refri y la sirvió en un vaso azul. En la tele un panel de padres que se enamoran de sus nueras y en la mesa una bolsa de galletas empezada. Cantaba Alejandro Fernández en el radio de la hermana, seguramente arrumbada sobre la cama en el tedio de su virginidad. ¡Bájale! Gritó Rafita. La Nena no respondió. ¡Que le bajes, puerca! Aventó un zapato a la puerta de la Nena, desde el sofá voló el bostoniano viejo y deformado del Rafita. La Nena estaba sumida en Alejandro Fernández, metió la cabeza debajo de la almohada, cayó al suelo el libro de historia de México de segundo, partido en la página donde había un dibujo de la batalla del Molino del Rey. Alejandro engolaba la voz. Nena se estremecía. Rafita golpeó la puerta con el puño. Alejandro dio el grito final. Nena se mordió el dorso de la mano y luego se levantó sudorosa. Si no te gusta vete a la calle, le respondió al Rafita.

-Ayúdame a limpiar el patio.

-Tengo que estudiar.

-Sólo estás de güevona...

Rafita dejó por fin de contestar, mientras en la tele el hijo le daba una patada al padre. El público gritaba, ¡duro!, ¡duro! Rafita comía unos trozos de carne en una tortilla. En el pasillo, una virgen de Guadalupe  con foquitos de colores callaba indiferente. Un comercial de Saba Íntima en la tele. En el cuarto de Nena el silencio no indicaba más que una intensa sesión de reventado de espinillas.  Y ahora empezaba el vecino con un disco de Maná. Inmediatamente después de dejar el plato en la mesa, dos moscas llegaron a sorber las gotas de salsa sobrantes. Rafita sacó una revista de su mochila y entró al baño. Mientras defecaba revisaba las fotos de unos vatos con caras pintadas de blanco. Monstruos multicolores con ojos grises. Oyó a Nena abrir la puerta, caminar hacia la cocina, servirse un vaso de agua y luego salir a la calle.  Rafita se desnudó completamente frente al espejo. Besó sus propios labios. Pegó todo su cuerpo contra su reflejo. Un hormigueo le empezaba a encender desde el esfínter, sus resuellos empañaron el espejo. Pronto la sacudida esperada, el latido retumbándole en el cráneo, el escalofrío.

El silbido del Pancho lo hizo limpiarse en un segundo, ponerse el short y salir disparado. El Pancho estaba en la acera con sandalias, bermudas descoloridas y rascándose los alrededores de su barriga.

-¿Estás solo?- le preguntó el Pancho desde su mentón levantado.

-Pásale al patio.

Pancho sacó un cigarrito delgado y disparejo. En el patio, un laurel de la India era un nubarrón encuclillado. Pancho lo encendió, aspiró fuerte, retuvo el humo y le pasó el cigarrillo al Rafa. De un momento a otro quedaron en silencio. Alejandra Guzmán cantaba desde algún radio remoto, el rugir de los camiones llegaba desde el eje Juan Gabriel. El perro los miraba desde abajo sin parpadear. Rafita abrió el grifo de agua, arrastró con el chorro de la manguera dos mojones de mierda de perro hasta la coladera. Pancho continuaba inmóvil sin quitar la vista del agua y la porquería que se iba desvaneciendo hasta desaparecer por completo en la oscuridad de la coladera. Rafita recogió unos botes de cerveza y algunas bolsas de papel que estaban amontonadas al pie del árbol y los puso en el tambo de la basura. Un cable grueso rodeaba una de las ramas. Rafita lo pescó y se balanceó  un poco.

-¿Conseguiste la lana?- preguntó de repente el Pancho.

-Sólo quinientos. Se los bajé ayer a mi papá, pero creo que se dio cuenta porque lo oí discutir anoche.

-Sólo faltan mil.

-No creo que los consiga.

-No le saques. El gallo está al punto.

-Sí pero ya no puedo bajarle más a mi jefe. Ya clavó el dinero en otra parte, además creo que ni tiene, anda haciéndose unos análisis, oí yo.

-Te digo que vamos a ganar. Está seguro. Hasta se los vas a poder reponer si te la hace de pedo.

-Espérate. Cállate. Creo que llegó alguien.

Rafita entró a la cocina, fue al baño, buscó su pantalón, donde había más de mil pesos, sacó uno de a cincuenta.

-Córrele, vámonos a conseguirlos con el Rubén, él tiene buenos falsos, a cincuenta los de cien dólares.

-No. De esos no. Esos vatos son muy truchas. Nos van a torcer.

-Te digo que no hay de otra.

El perro mordía el cable que colgaba del árbol, tratando de arrancarlo.

-Si no quieres mejor me rajo- concluyó el Rafita.

-Búscale a tu jefe, no ha de estar muy clavado el guato.

-El viejo está encabronado conmigo. Ya me quiere poner a trabajar el ojete, ¿no te dije? Le ando sacando la vuelta. Me levanto cuando ya se fue. Me acuesto antes de que llegue. Y no me corre sólo porque tengo 16 años, pero anda bien agüitado.

-Pues con más razón bájasela.

-Vamos con Rubén- insistió el Rafita.

Nervioso ya. Volteando hacia adentro porque no fueran a llegar su madre o la Nena o el padre.

-Vámonos, que no te quieren ver aquí.

-Tú les soplaste algo, pinche güey.

-No. Ya sabían. La Nena les dio el pitazo.

-Pinche chiva, tú cantaste.

-Mira. No te voy a dar nada si no quieres ir con el Rubén.

Pancho no respondió. Rafita barrió la hojarasca que había entre las raíces. Pancho encendió la bacha, dio un jalón, se la pasó al Rafita, quien hizo lo mismo hasta quemarse los dedos. De repente Los Tucanes de Tijuana irrumpieron en el letargo. Sin hablar más salieron a buscar al Rubén, que estaría jugando unas cascaritas de futbol. Pasaron la vía del tren, atravesaron la Juan Gabriel. En la barda larga de una bodega competían los graffitis de la Alta Tropa, el crew más curado de acá, con la propaganda del PRI y la Coca Cola. Los gritos de los que jugaban llegaban con el polvo que traía el viento. Rubén estaba recargado sobre un Cadillac viejo con la cabeza metida por la ventanilla. Desde lejos miró el Rafita cómo se metía el fajo de billetes a la bolsa de su pantalón amplio y negro, sostenido debajo de la cadera, donde dejaba ver un calzón boxer de rayas. Sin mirarlo, Rubén hizo una seña con la mano abierta para que Rafita no se acercara. El carro arrancó y borró por un momento la presencia de Rubén. Paquita la del barrio desbordaba con su voz una pequeña cantina con anuncios de Carta Blanca. La transa fue rápida. Rubén se acercó a la portería. Pancho se detuvo a unos pasos. Su sombra se alargaba con el sol de las cinco. El Rafa escogió un billete arrugado que daba bien el gatazo. Rubén dijo algo del Pancho. Rafita negó con la cabeza. Pancho adivinó la antipatía pero se la tragó.

-¿Qué dijo de mí?

-Nada- mintió el Rafita–. No le busques. Ya tengo la feria.

Los ojos del Rafita se entrecerraban frente al sol. Cerca de ellos pasó la turba de niños sin zapatos que se disputaban el dominio de un balón. Vio de lejos el taxi de su padre que doblaba hacia su casa. “Te vas a la maquila si te vuelvo a ver con ese Pancho”, se lo había sentenciado hacía dos días cuando la Nena los había descubierto fumando en el patio. Que no se meta con uno, que yo no me meto en sus chingaderas. Que se largue, que se quede con la puta con la que sale, pinche viejo padrote hipócrita.

-Dame pues la lana- ordenó el Pancho.

-No. Mañana en los gallos.

La pelea iba a ser en la Anapra, en un baldío.

-Qué desconfiado.

-No hagas drama pinche gordo.

-Ya pues. Ahí la vemos...

Rafita quedó solo a dos cuadras de su casa. Tuvo la idea de largarse, comprar un guato de mota con el dinero que le tocara de los gallos, irse a vivir con el Rubén que era bien machín y que nunca perdía un pleito. Nada más mientras juntaba para poder pasarse al Chuco o a Las Cruces, y allá vendería coca. Bien iba a poder hacerlo sin que nadie lo maliciara, porque parecía más joven con lo flaco y lampiño que era. En el Chuco tendría un departamento machín, de esos en los que hay piscina. Ahí se iría a vivir solo y tendría viejas de las mejores y mucha coca para no dormir nunca. El Rubén lo conectaría con un jefe que luego se daría cuenta cuánto mejor resulta trabajar con un mocoso listo y sin miedo como él. Porque Rafita ya sabía manejar a la perfección cuernos de chivo y hasta bazucas, de tanto practicar en Samalayuca, a donde había ido con el Pancho.

Se acordó de que había dejado su pantalón con los mil pesos en el baño y se apresuró no fuera a ser que el viejo los encontrara y le armara otra bronca. Hacía unos minutos que había llegado, lo suficiente para curiosearle la ropa, buscando otra evidencia para mandarlo definitivamente a la maquila. Al llegar, vio que el taxi estaba mal estacionado, con el radio prendido en La Caliente. La puerta de la casa estaba abierta. Corrió al baño. El dinero seguía ahí. Quería escapar antes de ser advertido por su padre para ahorrarse la mala cara y el interrogatorio consabido, cuando la camisa amarilla del viejo balanceándose resplandeciente con la última luz de la tarde lo sacó de sí mismo.

El cuerpo robusto de su padre pendía de la rama del árbol con un cable en su cuello. Rafita corrió a bajarlo. Apenas había llegado, imposible que se hubiera muerto. El perro gimoteaba sin comprender nada. Se subió a la silla que estaba volcada en el suelo. Lo desató no supo cómo. El cuerpo cayó de golpe, por más que Rafita trató de sostenerlo. Presionó el pecho, le dio aire de boca a boca, que por ahí mismo se salía como un globo que se desinfla. Le gritó en su oído como si el viejo estuviera perdido en el fondo de ese cuerpo inerte que ya no tenía más voz para interrogarlo. Como si por fin cayera en la cuenta, el perro empezó a aullar.

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