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AGUA LA BOCA: LAS JOYAS DE LA FAMILIA

Escrito por María Luisa Vargas San José. en Martes, 28 Febrero 2017. Publicado en Gastronomía, Literatura

No quiero oro ni quiero plata, yo lo que quiero es el recetario de la abuela.

Los hombres suelen pasar los mejores años de su vida dedicados a acumular bienes de capital, un patrimonio material que proteja de la escasez a su estirpe. Las mujeres dejamos en herencia otro tipo de bienes, igualmente necesarios e incluso más perdurables; sabores y saberes capaces de dar batalla y vencer a la vida aún en los tiempos más difíciles.

Para librar del hambre a los nuestros, nosotras acumulamos una enorme cantidad de conocimientos sensuales capaces de transformar cuatro ingredientes humildes en verdaderas joyas que alimenten cuerpos y almas; guisos que creen recuerdos infantiles, felices y profundos, que escondan la pobreza, que curen y que consuelen. Gran patrimonio intangible y nutritivo que construye la personalidad de la mesa familiar, local y, a la larga, nacional.

La comida, como la música y la danza, es un arte efímero, que se conjuga siempre en tiempo presente. Todo lo que hemos guisado y comido, todo lo que comeremos y guisaremos no existe; cada plato es único e irrepetible, y su bondad depende de la maestría del ejecutante que en ese preciso momento conjura a los ingredientes y a los espíritus necesarios para conseguir la magia…

De un tiempo para acá, existe la posibilidad de video-grabar un concierto o un baile para poder volver a gozar con ellos, aunque sea en las dos dimensiones obligadas de la pantalla que tengamos a mano, pero jamás podremos repetir la experiencia olfativa, gustosa y táctil de aquel bocado que nos dejó maravillados.

Para preservar una pieza musical tenemos partituras, para asegurar que un platillo se pueda volver a interpretar tenemos recetas; pero ambos instrumentos no son nada sin la pericia del ejecutante y sin el registro exacto de la manera adecuada para  traer a la vida el pequeño milagro del que nos hablan.

Durante siglos, las recetas han pasado de una generación a otra de manera oral y gestual, una aprendía a cocinar al lado de la madre o de la abuela; fórmulas secretas que venían de su cariño y también del de algunas amigas íntimas y generosas que se animaban a compartir sus creaciones, muchas veces bajo palabra de honor de no pasar el tesoro más adelante… entre otras razones, porque un gran guiso que se vuelve popular es un seguro de trabajo que tarde o temprano se puede convertir en una fuente de ingresos.

Pero poner por escrito aquellas pizcas y puños, aquel punto de turrón o esa cantidad necesaria requiere una nueva codificación que obliga a usar el sistema métrico decimal para poder ponernos de acuerdo, aunque en lo personal estoy convencida de que hay cosas -como la sal- que no tienen nada que ver con las medidas, las cucharaditas y los gramos, sino con la intuición de saber sentir la cantidad necesaria en la punta de los dedos, al guisar, como al hablar, o se tiene sal o no se tiene.

Para construir un patrimonio culinario un poco menos efímero, es necesario que pasemos de la tradición oral al legado impreso. Los recetarios publicados durante el siglo XIX conformaron la construcción de un discurso culinario que nos identificó como nación, y para ello se contó con la participación entusiasta de miles de amas de casa dispuestas a dibujar la cartografía alimenticia de su región. La gastronomía mexicana como tal salía de las cocinas de cada una y viajaba en tren de correo hasta las salas de redacción de periódicos y editoriales que poco a poco armarían recetarios nacidos en la íntima sabiduría del hogar de muchas mexicanas, una representación de nación construida y compartida por mujeres, las amas de casa provenientes de toda la República que fomentaron el intercambio y  el consumo de recetas que llegaron de diferentes localidades, fortaleciendo la propia imagen de comunidad nacional. Joyas de familia que siguen brillando.

 

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