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Agua la boca: MACARRONES, TOURNEDÓS Y EL BARBERO DE SEVILLA

Escrito por María Luisa Vargas San José. en Martes, 28 Febrero 2017. Publicado en Gastronomía, Literatura

En la vida, como en la ópera, las pasiones, los amores y los grandes finales se deben cocinar con talento y sabiduría. Gioachino Rossini era -por principio de cuentas- italiano, lo que le hacía irremediablemente atento a la belleza, tanto en la música como en la mesa, no podía admitir menos que la perfección; de manera que afinando sus dos pasiones, llegó a ser el mejor músico gourmet de todos los tiempos. Capaz de componer las más bellas y famosas melodías de su tiempo, sus platillos fueron melodías gastronómicas que llevan su nombre y que han llegado hasta nuestros días sobreviviendo a todas las modernidades culinarias que tanto Francia como Italia, sus dos patrias, han regalado al mundo. Pintoresco, afable y divertido como sus óperas cómicas,  las comidas que ofrecía en su casa de Passy, cerca de París, fueron memorables. Recibía a la crema y nata de la vida literaria y musical del momento con la frase: "Entrad, entrad, amigos míos. Mi casa es un café" Claro que los cafés de París, como el Café Anglais no eran ninguna cafetería, sino restaurantes gloriosos en los que los mejores chefs del siglo XIX cocinaban como dioses para la nueva clase burguesa, pudiente y hedonista que los adoraba… estos cocineros y sus comensales llevarían a la alta cocina francesa al colmo del refinamiento. 

Las recetas más entrañables de Rossini llevaban en su secreto interior una buena dosis de su ingrediente favorito, la trufa blanca de su tierra natal - a la que consideraba “el Mozart” de los hongos- y por lo menos una rebanada de  foie gras (hígado graso de ganso o de pato). Por lo general sus creaciones iban salteadas en una morena salsa demi glace,  hecha con jugos de carne y algún vinillo seco, como es el caso de los Tournedos a la Rossini, que son un viaje al paraíso carnívoro. Con el mismo apellido podemos encontrar huevos revueltos, omeletes, gallinas, supremas de ave, filetes de lenguado, pollo salteado y alguna ensalada aliñada a la Rossini, cuya receta él mismo dictó así:

“Tomar aceite de Provenza, mostaza inglesa, vinagre francés, un poco de zumo de limón, pimienta y sal. Batirlo y mezclarlo todo. Echar después algunas trufas, cortadas cuidadosamente en trozos menudos. Las trufas dan a este condimento una especie de nimbo capaz de sumergir a un gourmand en el éxtasis.”

Aunque me cuesta trabajo imaginar una ensalada que posea la aureola (nimbo) de los santos, me queda claro que lo más espiritual de una comida reposa siempre en el último regusto del paladar, que con un suspiro decanta los aromas que han dejado a su paso la suma de los elementos trabajados en cada plato.

Según Ferdinand de Monteuil, amigo del Maestro, el platillo preferido de Rossini eran los macarrones rellenos de trufas, y cuenta que podía pasar la tarde entera con una jeringa de plata en la mano, rellenando de crema de trufas un macarrón tras otro; luego él mismo los acomodaría en una cacerola para que se cocieran entre vapores balsámicos:

“Rossini se quedó allí, inmóvil y fascinado, vigilando su plato favorito y oyendo el murmullo de sus preciados macarrones como si prestase oídos a las notas armoniosas de la Divina Comedia”

Como  Rossini fue un niño prodigio que compuso su primera ópera a los 18 años, para cuando cumplió los 37, ya había escrito 39 de ellas. Era famoso y rico, así que después del gran éxito internacional que obtuvieron “El Barbero de Sevilla”, “Otelo” y “Guillermo Tell”, él mismo escribió: “Después de Guillermo Tell, un éxito más en mi carrera no añadiría nada a mi renombre; en cambio, un fracaso podría afectarlo. No tengo necesidad de más fama, ni deseo de exponerme a perderla” y con estas palabras se despidió de su público y del mundanal ruido para dedicarse con pasión a ser un compositor culinario que desvergonzadamente confesaba estar dedicado a vivir para comer. Sometiéndose religiosamente a este deber, este músico feliz y comilón, exquisito amante de los sabores y las texturas, explica con humor el sentido de la existencia en un escrito que tituló:

Una ópera bufa llamada vida

Además de no hacer nada, no conozco ocupación más deliciosa que comer, comer como es debido, que quede claro. El apetito es para el estómago lo que el amor es para el corazón. El estómago es el maestro de capilla que domina y dirige la orquesta de las pasiones. El estómago vacío representa el fagot o la pequeña flauta en los que refunfuña el descontento o se lamenta la envidia; al contrario, el estómago lleno es el triángulo del placer o bien los címbalos del regocijo. En cuanto al amor, lo considero la actriz protagonista por excelencia, la diva que canta en el interior de la mente cavatinas con las que se embriaga el oído y el corazón acaba embelesado. Comer y amar, cantar y digerir; estos son, en verdad, los cuatro actos de esta ópera bufa que se llama vida y que se desvanece como la espuma de una botella de Champaña. Quien la deja escapar sin haberla disfrutado está loco”.

 

Iovino & Mattioni, 2009, Sinfonía Gastronómica. Música, eros y cocina. España. Ed. Siruela. P, 179-189 .267

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