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LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO (Capítulos: XXVIII al XXXIII)

Escrito por Ramón Cuéllar Márquez en Domingo, 07 Febrero 2016. Publicado en Literatura

28

 

Subió las escaleras de dos en dos. Algunos vecinos se asomaron entre las rendijas de las puertas, creyendo que algo malo pasaba en el edificio. Llegó abriendo con brusquedad. Examinó la recámara, la cocina, el baño, sin encontrar nada. Desesperado, fue a la salida, pero se detuvo en seco: ahí estaba Helena con bolsas del supermercado en ambas manos. Se abalanzó sobre ella, dándole un fuerte abrazo.

—Espera, ¿a qué se debe la euforia? —dijo, exaltada por la sorpresa.

—No sabes el gusto que me da verte.

—Eso veo, ¿por qué?

Jano arqueó los labios para soltarle de una vez por todas lo que ocurría. Los ojos de ella se metieron en los suyos, averiguando. Sin embargo, se dio cuenta de que no quería darle un dolor tan grande.

—No, es que me dio gusto verte.

—Tú no me recibes a diario de esta manera, dime qué pasa.

—Es que tuve un mal sueño, una alucinación…

—No me engañes, hay algo más.

—De verdad, Helena, me asusté.

—¿Por una pesadilla?, ¿te dormiste en el trabajo?

—Pues sí, en el cubículo, una pestañeada.

—Jano, dime qué pasa.

—No hay nada…

—Está bien, aquí lo dejamos, no insistiré.

—Mejor cuéntame cómo te fue.

—Mi papá me invitó a colaborar… ¡No cedí!, ¿para qué pones esos ojos?

—Disculpa, me desconcerté.

—¿Cómo aceptarle un trabajo sabiendo que no quiere que esté contigo?

Él la miró con un remolino de ideas dispuestas a entrar en combate, pero cerró la boca. Helena agarró las bolsas, colocándolas sobre la mesa.

Un poco más relajado, se sentó frente a la computadora. Helena había quedado insatisfecha con sus argumentos. Tarde o temprano debía hablar. La pantalla mostró un correo de Polo, donde narraba brevemente que la denuncia en contra de Federico fue inoportuna por no habérsele encontrado pruebas categóricas. Le había contado además a Cirse toda la situación; ella no creyó, argumentando entre risas que Federico podía ser un hijo de puta, menos un secuestrador. Por eso había renunciado continuar con la demanda para evitar una desgracia. De Rocío sólo obtuvo una llamada de diez segundos para que supiera que estaba bien. Federico permitió el contacto sólo para que dejara la idea de mandarlo a los tribunales. “Más bien te asustó”, dijo entre dientes Jano. Los famosos paquetes seguían en su casa, había desaparecido y, lo peor, estaba sin empleo.

Cerró las ventanas del chat para abrir el procesador, con la esperanza de que la novela brotara como un ojo de agua. Igual que otras noches, Jano se quedó con los dedos en el teclado. Escribía una frase e inmediatamente la borraba. Estaba ausente esa primera frase que lo ayudara a desbocarse por varias semanas. El cursor seguía latiendo, como un insecto. “Carajo, ni una palabra.” Finalmente, tomó el ratón para salir del sistema sin haber concebido nada.

Entró a la recámara con sigilo. Sólo se escuchaba la respiración de Helena. Se inclinó un poco para observarla; acarició los cabellos. Rodeó la cama para quitarse la ropa. Quería dormir. En ese momento el techo era un buen espacio para buscar respuestas. Primero recorrió las aristas, después toda la superficie, de donde colgaba la lámpara que les había regalado su suegra. Desechó la imagen sustituyéndola por el recuerdo de que en la mañana se levantaría temprano. Planeó trabajar en la computadora desde las cinco de la mañana e incluso imaginó una decena de enunciados para arrancar su libro.

 

 

 

29

 

—Qué milagro, ¿qué haces por acá? —escribió Jano.

—Pues ya ves, todavía viviendo.

—Leí tus mensajes… me tenías preocupado.

—Gracias… Federico controla el asunto… retiré la demanda… Nada se puede hacer.

—Lo sé.

—Sí, Jano… si abro la boca, hundo a muchas personas y le hace daño a mi mujer… Federico se involucró con una gran cantidad de grupos… Por otro lado, acaba de empezar un movimiento en contra de las elecciones.

—Pues no sé qué pase, Polo… por acá los medios de comunicación afirman que nuestro candidato ganó la elección… Dicen que el presidente en funciones y el perdedor aceptaron la derrota… Hay un triunfador y no son ellos.

—Eso es imposible… los medios de comunicación ya se pronunciaron por el otro… incluso le entregarán su constancia de mayoría…

—Acá dicen lo opuesto.

—¡Válgame!, ¿pues de qué carajos se trata todo esto!

—Tal vez haya retrasos en la información… pero ni que fuera la época de la Colonia para que tardara tanto… es plena Era Cibernética.

—La cosa acá es muy real porque se levantaron plantones a lo largo de la Avenida Transformación en señal protesta…

—No entiendo… Helena y yo lo hemos visto con nuestros propios ojos… Te he mandado fotografías… algunos vínculos donde dan las noticias más recientes… ¿No lo has recibido?

—No, para nada. He recibido correos tuyos como siempre, pero no ésos.

—Qué extraño.

—Sí, demasiado anormal porque por más que busco no hay lo que dices en internet… ¿por qué dar una noticia así?...

—Te he enviado varios portales de medios informativos donde detallan todo…

—Pues no hay tal… al contrario, me topo con notas muy diferentes…

—No lo entiendo…

—Ni yo, créeme…

Jano apagó la máquina yendo hacia la recámara. Le vino a la cabeza la imagen de un valle blanco que se extendía por un horizonte de cuatro lados.

—Sí existe el final de la Tierra —consideró, sonriendo por la ocurrencia—, la cama es el símbolo de eso.

Recogió la sábana para meterse junto al tibio cuerpo de Helena. La abrazó con cierta fuerza, haciendo que gimiera con suavidad. Su suegro había desistido de los mensajes en el parabrisas, aunque en lo profundo una especie de volcán quería hacer erupción para amoldarse en forma de palabras. “Parece que todo se hubiera invertido, como si las cosas se salieran de control.” Miraba arriba, su refugio temporal desde hacía días, donde descansaban sus dudas, donde resolvía, enredaba, mezclaba sus problemas. “Tengo que dejar de buscar respuestas en el techo y volver a la realidad.”

Al amanecer Jano se levantó para ir a la computadora. El cursor latió como una pequeña criatura que respiraba, sístole y diástole, vertical y derecha. Su novela El caballero se ha posado seguía esperando una respuesta editorial. Empujó el teclado: la desazón hacía estragos.

 

 

 

30

 

Urge que nos veamos. Es necesario un acuerdo. En el lugar del Gran Gusano Naranja. D.

 

Se había esfumado desde la elección y ahora aparecía de repente, pidiéndole verse. El sobre lo encontró en la entrada de la puerta de su casa.

Llegó a la estación del metro indicada por el hombre. “Abajo del reloj.” Era un mal sitio para verse con alguien que se escondía tras una gabardina, que usaba lentes oscuros para cubrirse el rostro. Seguía pareciéndole una imitación de Rafael Bernal. Los trenes naranja pasaban cada dos minutos. Descendía gente en tumultos, empujándose, sudando, molestos por ir prácticamente enlatados. Dentro de los vagones: miradas con miedo, unas lascivas, otras más rastreando objetos de valor para arrebatarlos. En la bajada se consumaba la acción: una mano pasaba por los senos de una mujer para apretárselos; otra cortaba la bolsa de mano extrayendo lo que podía, otra más robaba la cartera de un hombre atónito de multitud. El reloj marcaba la hora. Por el fondo del pasillo una figura se deslizó entre los pasajeros de la última parada. Era él. Conforme avanzó, las miradas curiosas no dejaban de observarlo.

—¿Nos vamos? —ofreció el hombre.

Se abrieron paso para luego perderse en las escaleras que daban a la salida. Una vez afuera, Polo vio más de cerca a quien lo había citado por tantas semanas. Había poca certidumbre, pero cuando menos le quedaba el consuelo de que pertenecía a su gente. Las manos eran pequeñas, el caminar era más o menos suave, como si no tocara el suelo. El hombre señaló con el dedo un lugar donde platicar.

Entraron a un pequeño bar que se encontraba en penumbras. Las siluetas de los clientes se vislumbraba entre el humo de los cigarros. El hombre escogió la mesa del rincón más oscuro.

—¿Le gusta el misterio, verdad? —inquirió Polo, intrigado por la actitud de su acompañante.

—Sólo me cuido de ciertas personas.

La voz salió en forma de susurro. Por primera vez Polo percibió en el timbre algo en lo que hasta entonces no había reparado: la fingía. Era en realidad más aguda que grave. Se fijó con detenimiento que el cuello de la gabardina protegía el rostro; únicamente se veían las gafas.

—Como dije la última vez, necesito que me permita tomar fotos a los paquetes que guarda en su casa —dijo el hombre.

Polo se limitó a rascar la mesa.

—¿Entonces? —insistió el hombre.

—A mi esposa la secuestraron por esos paquetes que quién sabe qué demonios contienen.

—Sólo serán unas cuantas.

—Federico se enterará de inmediato que fui yo si las dan a conocer.

—Las fotografías son para más adelante.

—De igual modo, tarde o temprano se dará cuenta. Además, ¿cómo confiar en usted?, ni siquiera me ha dicho su nombre, sólo una letra.

—Llámeme Dagnino.

Polo retuvo el nombre, tratando de relacionarlo con algo familiar. En ese momento estaba muy lejos de recordar porque se sentía aturdido. Sonaba italiano, casi latín; pensándolo bien podría evolucionar a dañino.

—¿Es apellido?

—Sin preguntas, le aseguro que puede confiar en mí.

—¿Ve a lo que me refiero? Me dice lo que sucede en este momento, jamás lo que se hace alrededor.

—No puedo hablar mucho; a la larga me lo agradecerá.

—Bien, supongo que tendré que esperar. ¿Cuándo tomará las fotos?

—De hecho pensaba en que usted lo hiciera.

—¿Está loco?

—Se levantarían menos sospechas. Si lo ven entrar conmigo, alguien lo delataría; le aseguro que no pasará nada, usted vive ahí.

—¿Qué tal si instalaron pequeñas cámaras o micrófonos?, existen posibilidades.

—Buscaré una solución, por ahora sólo dígame si acepta.

Polo calló, mirando al hombre con perplejidad.

—Lo haré, nada más que la entrega será con absoluta discreción.

El hombre se puso un par de guantes; se despidió de él con un ligero apretón de manos.

—Es importante lo que hace en beneficio de la causa.

—Como dije, ojalá la causa no termine matándome.

Al salir del bar, Polo se percató de que el hombre había desaparecido. Caminó unas cuadras reflexionando sobre la propuesta. Tal vez se apresuró a decir que sí, como siempre. De cualquier modo era la mejor opción, dadas las circunstancias. Echó un vistazo para buscar al personaje: tuvo el impulso de seguirlo para indagar más. Se conformó con aproximarse a unas carpas muy cerca de ahí. Los rostros aparecieron como sacados del agua: sonrisas, tensión, juegos de ajedrez, televisores exhibiendo documentales, mamparas, pizarrones y periódicos murales con información variada referida al mismo tema. Era la Avenida Transformación. Había una sala de conferencias improvisada: se sentó unos minutos, pero luego se paró, aburrido.

Entró a su casa con la oscuridad a cuestas. Fue a la cocina para prepararse algo de comer. El recuerdo de Rocío arribó como una secuencia de fotos instantáneas. Lo inundó un profundo vacío cuando relacionó la comida con ella. Sacudió la cabeza para espantar lo de cada minuto, cada hora. Se dirigió a su estudio. En el recorrido observó de reojo los paquetes apilados. ¿Para cuándo quería las fotos el hombre? Arriesgarse con una cámara convencional era lo más inapropiado, así que debía encontrar un modo. Dudó unos segundos de ponerse en contacto con Jano. Prendió la máquina. Era temprano para él. Dio varios cliques, sin encontrarlo. “Ya estará dando clases.” Abrió su correo para enviarle una nota donde detallaría los últimos eventos. Escribió sobre la Avenida Transformación y sobre las carpas. Le rogó que se comunicara con sus amigos o familiares en caso de que todo se complicara. Luego quiso escribir unas líneas, el primer párrafo de una novela que en ese momento no llegó.

31

 

Frente a sus alumnos trataba de enfocarse en los temas preparados, sin lograrlo. Estaba al pendiente del reloj cada cinco minutos. De vez en cuando volteaba hacia la ventana para disipar las imágenes que lo acosaban. Helena se fue sin despedirse: “Tengo que ver a mi papá”, dijo, “así que mejor nos vemos en la noche aquí en la casa.” Sus alumnos lo veían caminar de un lado para otro frente a la pizarra blanca.

—¿Podemos ayudarlo en algo, maestro? —preguntó un muchacho, en tono compasivo.

—Estoy bien —contestó seco para sortear cualquier aclaración.

—Es que lo vemos muy nervioso —insistió otro.

—Carece de importancia.

—Nos gustaría ayudarlo…

—Continuemos con la clase —enfatizó.

Se sentó en el escritorio con el peso de su cuerpo, acompañado de un gemido que más bien fue lamento; fijó sus ojos en el jardín. Los alumnos murmuraban discretamente, compadeciéndolo. Jano, estático, mudo, derramó unas cuantas lágrimas. Su rostro se había endurecido. Tras minutos de expectación, volteó hacia la clase:

—Pueden retirarse… Es verdad, me encuentro mal, ¡qué caray!, que tengan buen día —anunció, poniéndose de pie para ir a la salida.

Sus pasos apresurados acallaron las voces que lo felicitaban por algo de las elecciones. Tenía prisa. Sólo pensaba en su mujer. Fue hacia la calle donde estaba su coche. Metió las manos al bolsillo donde ponía las llaves y luego introdujo el metal para botar el seguro; en seguida giró el encendido. Su mirada se detuvo en el parabrisas donde había un papel doblado. Lo tomó con rapidez. Estaba en blanco; lo estrujó, aventándolo lejos. Debía ir por Helena, seguro todavía estaba con sus papás.

Estacionó el coche a más de una cuadra de las oficinas de su suegro para pasar desapercibido. Tuvo la idea de marcarle al teléfono, pero optó por acomodarse en el asiento del copiloto, donde tendría una perspectiva amplia. Por ser la hora de la comida debían aparecer pronto, pero nunca salieron. Aguardó más de dos horas: ni los suegros ni Helena. Decidió ir al edificio. Preguntó al portero por los dueños del establecimiento del piso tres. “Se fueron muy temprano; la señorita Helena vino por ellos.”

Jano regresó al departamento. Al llegar, fue hasta su computadora. Revisó algunos archivos. Abrió el documento donde estaba su proyecto. Observó la página en blanco para sacudirse la imagen de Helena. Apuntó el ratón hacia los iconos donde revisaría los correos. Había uno de Polo. Dio clic por rutina. En realidad no deseaba leer ni escuchar nada de nadie.

 

El famoso hombre D se llama Dagnino, o eso dijo. El nombre me remite a algo, pero me falla la memoria. Le tomé fotos a los paquetes. Abrí con cuidado uno de ellos. Te parecerá inverosímil, pero son como balas enormes. Por lo que he investigado, parecen misiles de corto alcance. Las fotos las tengo guardadas en un archivo especial que entregaré a Dagnino. Federico se metió en algo grave y lo peor es que me hundió en su mierda. Sabes, te comento que el otro día me topé con Jacobo Mazuk; no hablamos nada, sólo nos saludamos. Todo fue muy rápido, no le pude hablar de ti.

 

Se quedó dormido en la recámara; había oscurecido. Se puso de pie de un salto: ¿dónde estaba Helena? Entonces la humedad en la garganta se perdió hasta dejarla seca: el temor había retornado a su cauce. Se puso la ropa trastabillando hacia la salida. Una silueta se asomó en el sofá: era Helena; tenía el control de la televisión en la mano.

—¿Ya te levantaste? —dijo con voz melosa. La frase paró a medio camino porque Jano se abalanzó sobre ella.

—Vaya, otra vez, cuánta euforia, como si me hubiera ausentado por años.

—¿Estás bien?, ¿por qué no me hablaste? Te esperé.

—Sabías que llegaría.

—Me preocupé por ti.

—Sólo visité a mi papá, ni que me fuera a hacer daño.

Jano calló un instante, en seguida contestó:

—Sería incapaz, lo sé.

—Me llamó para ofrecerme trabajo nuevamente; me regresó mi coche.

—Dijiste que te negarías.

—A lo primero sí, a lo segundo no. El coche está en el estacionamiento.

—Como dices, tu papá es muy astuto; te hace ver que sin él eres nada.

—Jano, sólo quiere ayudarme. Además, el auto es mío, lo tengo bien ganado, simplemente lo devolvió. Por otra parte, ya no habla ni mal ni bien de ti, como que lo está tomando con otra actitud. ¿A qué vienen tus preocupaciones?; en los últimos días te has comportado raro.

—¿Tú crees?

—Claro, algo pasa.

—Prefiero no opinar.

—Bien, aquí le paramos. Por cierto, tenías la computadora encendida, vi el correo que envió Polo; ¿misiles de corto alcance?, grave lo que pasa.

—Sí, lo es.

—Los noticieros detallan que tu candidato asumirá la presidencia en unas semanas, ¿por qué Polo dice que ganó el otro?

—No creo que oculten información. Algunos vecinos, mis alumnos, hasta compañeros maestros me felicitaron por el nuevo presidente; lo manejan con mucha naturalidad.

—¿Qué sucederá entonces?

—Ni idea.

—Le comenté a mi papá sobre la situación; se sorprendió.

—¿Qué le dijiste?

—Que según Polo, el otro había ganado las elecciones. Me contestó que era imposible, por más que su deseo fuera ése.

—Helena, ¡te pedí discreción!

—Es verdad, qué pena, se me hizo fácil. Insistió con tantas preguntas sin chiste.

—Pues espero que no tenga implicaciones.

—¿Cómo cuáles?

—Vete tú a saber, con todo esto de que pareciera que la realidad se partió en dos, cualquier cosa puede presentarse. Polo vive una cosa y nosotros otra. Acuérdate de los problemas en los que está metido.

—Tal vez las dos realidades sean la misma cosa, pero no se dan cuenta…

—¿Cómo crees?, lo sabríamos. Allá hay una información y acá otra, eso es claro. Lo que no comprendemos es por qué.

 

 

Al amanecer, Helena se había ido. Jano prefirió quedarse.

—Anda, vamos, te prometo que se acabaron los problemas.

—Recuerda que los sábados dedico un poco de tiempo a la escritura —contestó, somnoliento.

—Como quieras, de todos modos me hablas para comer juntos; ahora sí lo cumplo.

 

 

32

 

Llegó al Consejo Electoral a recoger sus últimas pertenencias. Se encontró con Cirse.

—Polo, Federico no quiere verlo ni en pintura.

—Tenía que volver.

—Ya sabe que el hombre tiene sus bemoles.

—¿Por qué dice eso?, ¿ha comentado algo?

—¿Como qué?

—Nada.

—Dígame.

—Olvídelo.

—Me preguntó con mucho interés.

—Déjelo.

—Federico está molesto por lo de la demanda. Dice muchas barbaridades: que lo seguirá metiendo en problemas legales, incluso que usted padece paranoia.

—Vaya, con el hombre.

—Actúa como si tuviera algo en contra de él… ¿Sigue creyendo que se llevó a su mujer?

—Eso fue una fantasía —repuso, mintiendo para desenredar el momento.

—Ya ve, Federico no es tan mala persona, tiene sus cosas, pero no es para tanto. Oiga, por cierto, la tal Keiko perdió su curul —agregó, sarcástica, esbozando una sonrisa de satisfacción.

—¿Ah sí?

—Claro, al final, nadie quiso con ella.

—No le quites el mérito de la originalidad.

—¿Cuál?, más bien sacó la teibolera que llevaba dentro.

Cirse abrió el cubículo para que sacara una pequeña caja, luego se despidió de todos desde el elevador.

Al llegar a su domicilio se estacionó lejos porque la policía había acordonado el área. Extrañado, preguntó a los vecinos qué pasaba. “Llegaron patrullas con una docena de uniformados”, dijeron. Conforme se aproximaba, Polo se percató de que eran agentes de narcóticos. Un par de hombres lo encañonaron, interceptándolo.

—No puedes pasar.

—¿Por qué?, aquí vivo.

—Identifícate.

Polo mostró sus credenciales. El policía las examinó al derecho y al revés, quedándose pensativo; después tomó su radio para dar indicaciones. Miró despectivamente a Polo, volviendo a encañonarlo.

—Estás detenido —espetó el hombre.

—¿Por qué?

—Por tráfico de drogas.

—¿A qué se refiere?

—A eso, idiota, a que traficas con drogas.

—Debe ser un error.

—No te hagas el inocente ni te hagas pendejo; un vecino nos dio el pitazo. Encontramos cinco paquetes repletos de metanfetamina y seudoefedrina.

—Esos paquetes contenían otra cosa.

—Ah, ¿sí?, ¿como qué?

—Misiles —contestó Polo, casi gritando. El agente lo vio con lástima.

—Ajá… y yo soy Batman, ¿no?

—Se lo juro.

—Sin jurar, cabrón, encontramos droga en tu casa, los peritos ya corroboraron.

—Eran misiles, puedo probarlo.

—¿Cómo?

—Tomé fotos de esos paquetes.

—Muéstralas.

—Las grabé en mi computadora y en un usb.

El hombre dudó unos segundos, dejándolo pasar. Seguido del policía, Polo entró apresurado, dirigiéndose al estudio. De reojo observó los paquetes: eran diferentes. Fue a su escritorio para explorar su computadora. Después de unos minutos de búsqueda en diferentes archivos sólo atinó a exclamar:

—No están.

El agente movió la cabeza de izquierda a derecha, haciendo sonidos de burla. Buscó en los cajones: los habían vaciado.

—Pero —dijo—, ¿incautaron todo?

—Nos falta, pero a como va la cosa, ya amarraste tu detención.

—Probaré lo que digo.

—Mira, deja de inventar excusas, ya estás grandecito, en el ministerio público aclararás lo que quieras. A ver, llévenselo. Eres bueno pa’ los cuentos, ¿no, hijo de tu puta madre? —escupió el hombre, golpeándolo en la oreja con la mano abierta.

 

 

 

 

33

 

Cambio de planes: la tía Julieta llamó a Helena para que los tres comieran juntos. Antes de irse entró un momento a su cubículo. Durante la clase pensó en la situación de Polo; quería revisar las últimas noticias por internet. No encontró un solo mensaje de su amigo. La ansiedad fue ganando terreno.

—Qué necesidad hay de ver lo que pasa por allá —se regañó, enojado de su indecisión—, después de todo Polo debe estar bien.

Inhaló aire, descansando los brazos en el escritorio. Puso el puntero sobre el explorador, en el sitio donde encontraría notas fidedignas. Dio clic en uno frecuente. La mayoría anunciaba lo mismo: el candidato conservador hizo nexos con ex guerrilleros del Centro del Mundo para organizar un grupo de choque. Se incautaron cientos de misiles distribuidos en varias casas de seguridad, gracias a las fotografías suministradas por un testigo protegido. Hasta el momento había unos cuantos arrestados, pero las investigaciones seguían su curso. También se informaba sobre el hallazgo de más de cuatrocientos millones de dólares con los que presuntamente se financiaría la compra de un ejército de mercenarios que, detallaban, se comían vivo al enemigo en situaciones extremas. Había sido un chino quien realizó la denuncia, declarando que lo obligó a guardar ese dinero un alto funcionario del gobierno saliente, con la amenaza de matarlo; el chino estaba considerado un héroe nacional.

La ansiedad tocó su punto más alto. Quería irse. Sus ojos se deslizaron aprisa por los renglones de la pantalla, sin entender nada. Si Polo no se comunicaba era porque estaba bien.

—Las malas noticias se propagan rápido —dijo, justificándose.

Hizo un nuevo intento, pero sucedió lo mismo. Finalmente pinchó varias ventanas para apagar el aparato. Helena y la tía Julieta, la poeta de clóset, lo esperaban. Cualquier cosa que viniera de esa gente no era buena. Cómo olvidar que la dichosa tía trató de convencerlo para que dejara a la sobrina. “La literatura en general engendra personas inestables, conflictivas e incapaces de relacionarse con su realidad”, le dijo en aquella ocasión, “así que permita que Helena siga su camino para que haga una vida como los demás”. Se enfiló a pie por las calles, pues el lugar estaba cerca. “Míreme a mí, abandoné la poesía para dejar el desconcierto en el que estaba metida.”

 

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