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LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO (Capítulos: XXXIX al XLII)

Escrito por Ramón Cuéllar Márquez en Domingo, 07 Febrero 2016. Publicado en Literatura

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Jano retomaba su vida. Iba a la universidad, impartía clases, discutía con sus alumnos, los escuchaba con atención. Por otro lado, el asunto de Helena se desvaneció entre sus manos porque ya no dio señales de vida. Durante los primeros días continuó yendo a la calle de la oficina de su suegro para verla de lejos, pero sólo aparecían los familiares acompañados casi siempre de amigos.

Ahora se hallaba en otro departamento. Cuando arribó el camión de mudanzas ordenó a los hombres cargar unas cuantas cosas porque el resto las pondría en venta o las regalaría. Desecharía toda conexión con tal de expulsar la imagen de Helena. Tampoco tenía noticias de Polo; en su última conversación ya no le contó sobre los sucesos recientes de los medios. Su ex jefe, Federico, había sido videograbado recibiendo dinero de un hombre pequeño, de complexión robusta; se le vio metiendo los fajos en un sobre manila enorme.

 

 

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Se encontraban fuera de la Ciudad Más Grande del Mundo.

—Puede irse —dijo la mujer a Rocío—, se acabaron las razones para retenerla.

—¿Cómo, así nada más? —preguntó, asustada.

—Nos dieron órdenes de liberarla.

—Señora, tome en cuenta que falta poco para que nazca mi bebé; ¡ya no puedo valerme por mí misma!

La mujer guardó silencio; volteó a ver al hombre que estaba a su lado.

—Ella tiene razón; además, no nos ha hecho nada —observó.

—Bien —dijo el hombre—, llévala a la carretera, que ahí espere un transporte foráneo.

—La persona que me retuvo aseguró que ayudarían —imploró Rocío.

—Cirse acostumbra dar órdenes, pero nosotros nos saldremos de este conflicto que no es nuestro —concluyó el hombre, cansado de ofrecer explicaciones—, así que confórmese con que la acerquemos un poco.

Su compañera cerró los ojos, apretándolos, en señal de que el hombre había cometido una indiscreción.

—Un momento, ¿dijo usted Cirse?

—¿Qué con eso? —contestó el hombre, fingiendo displicencia, percatándose de su error.

—Ella es la secretaria del jefe de mi esposo.

La mujer miró a su compañero suplicando no agregar información.

—¿A qué viene eso? —objetó, inseguro.

—Que no puedo creer que se involucrara en esto… ¿un secuestro?

—Sólo recibió órdenes de Federico, su vida también peligraba. Nunca estuvo en asuntos de este calibre, actuó bajo presión. Por otro lado, la misma Cirse la trajo hasta acá para protegerla, pues Federico planeaba deshacerse de usted. Agradezca que la puso a salvo —arguyó la mujer para justificar a Cirse y aminorar la imprudencia cometida. Rocío finalmente respondió, venciéndose ante la pareja:

—Sí, entiendo todo.

La pareja ató a Rocío.

—En verdad lo sentimos, se quedará sin ver por dónde vamos porque tarde o temprano le dirá a la policía dónde anduvimos —dijo la mujer, con culpa—, pero tampoco queremos hacerle daño.

—¿Cree que soy tonta? —dijo, casi susurrando—; además, ¿cómo sabré quiénes son si siempre traen cubierta la cabeza con pasamontañas?

La mujer la condujo hasta la camioneta, donde las esperaba el nervioso hombre. El vehículo arrancó hacia la carretera.

 

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—¿Dónde estás, Rocío? —preguntó Polo del otro lado de la línea telefónica.

Hacía varios días que el jefe policiaco lo había soltado junto con Cirse. El grupo parlamentario al que habían pertenecido terminó reconociendo el triunfo del otro, deslindándose de cualquier nexo con Federico, a quien expulsaron por traición. Dentro de toda la vorágine, un chino había sido acusado de negocios ilícitos, pues le encontraron una casa de seguridad donde guardaba más de cuatrocientos millones de dólares, incluso se le encontró responsable por la venta y distribución de cientos de misiles que serían utilizados en contra del nuevo régimen. El arreglo, se enteró Polo, fue que a cambio el partido no sufriría el embate de los medios, prometiéndoles silencio por los asuntos relacionados con el dinero de la videograbación.

Polo había regresado a su casa, cansado de los interrogatorios, de las discusiones que sostuvo con Cirse. “¿Cómo es posible que el mundo sea tan chiquito?” Se sentía estúpido por no recordar que Dagnino fue dicho en una fiesta, ¡nunca lo relacionó!, y que haya caído en el garlito de la mujer que utilizó un disfraz tan elemental para negociar con él secretos de un movimiento que nunca le interesaron. Cuando abrieron las puertas del reclusorio, la calle vino a él como una imagen salvadora, sintiéndose por primera vez libre de algo. Sin embargo, al caminar los primeros pasos, la sensación de cosas pendientes lo devolvieron a su estado de tensión: “Carajo, esto es como una jodida cárcel, nada más que sin barrotes.” Cuando llegó a su casa, se dedicó a limpiarla porque tenía el presentimiento de que pronto se encontraría con Rocío. Acomodó los libros según sus autores para que fuera más fácil buscarlos o consultarlos.

—Espero que ahora sí permanezcan ordenados un buen tiempo, cuando menos hasta que mi hija comience a desparramarlos —suspiró, cerrando la puerta del estudio.

Había que limpiar a fondo el cuarto de los cinco paquetes; quedó satisfecho de que la estancia tuviera olor a cloro porque de ese modo imaginó que el pasado se desinfectaba de toda malevolencia. Al recibir la llamada de Rocío había terminado de ordenar la casa después de varias horas.

Bajó al estacionamiento con las llaves del coche en la mano. Temblaba de pies a cabeza. Por fin vería a su esposa después de tantos meses. Había escuchado su voz muy apagada. Ella le dio las indicaciones necesarias para que llegara hasta el lugar donde estaba. Metió la llave, dándole vuelta para prender el auto. Se escuchó un ruido. Volvió a girar. Esta vez el motor reaccionó al movimiento, pero no encendió. Se reclinó contra el asiento, tomando aire. Se bajó para abrir el cofre del motor, sin saber con exactitud qué era lo que iba a hacer: nunca en su vida había revisado un automóvil. Movió los cables que creyó conveniente, destapó el radiador, revisando que tuviera anticongelante, además del líquido de los frenos y el aceite, como vio que lo hacían en las gasolineras. Volvió a subir. Tomó la llave, examinándola detenidamente para comprobar que fuera suya. La dirigió hacia la abertura, pero una vez más sucedió lo mismo. Se oyó otro ruido; esta vez el motor pareció reaccionar. No hubo más. Puso las manos en el volante.

—¿Puedo ayudarle en algo, vecino? —escuchó una voz que le hablaba por la ventanilla del copiloto. Se encontró con el rostro de un hombre que lo miraba fijamente.

—La cosa esta no arranca y la verdad me urge salir.

—A ver, permítame, sé algo de mecánica.

El hombre se colocó frente al motor, permaneciendo así un par de minutos hasta que preguntó:

—¿Tendrá una caja de herramientas?

—¿Cómo qué necesita?

—Varias cosas, sobre todo una llave de media.

—Déjeme ver, ahora vuelvo.

Polo se dirigió a su casa. Fue al cuarto donde estuvieron los paquetes; después de unos minutos, encontró una caja metálica. Removió el interior: había poco que ofrecerle al mecánico improvisado. “De cualquier manera servirá de algo”, dijo. Tomó la caja. Cruzó el comedor, la sala. La puerta de entrada abierta. Al fondo el coche con el cofre levantado. Dentro, el hombre seguía en su afán. Polo dio unos pasos. Escuchó que el motor encendía. Conforme se acercaba, sintió que el suelo se sacudía un poco. Se detuvo. Apretó con fuerza la caja metálica. Los pies se movieron como si los empujaran de abajo hacia arriba. De pronto, su cuerpo salió expulsado como por una catapulta. Una luz, junto con un estallido, se levantó como un hongo, iluminándolo: el auto acababa de explotar con el vecino adentro. Las llamas se expandieron como lenguas ávidas en diferentes trayectorias. En segundos aquello se convirtió en una hoguera, donde los condenados eran los cercanos a la acción abrasadora.

 

42

 

Después de que la pareja la abandonó en mitad de la carretera, Rocío caminó buscando alguien que la ayudara. Las piernas y los pies se hincharon con un dolor que quitaba las fuerzas. La panza pesaba cada vez más; en cualquier momento daría a luz. La angustia la hizo presa justamente cuando cayó sentada la primera vez. Permaneció más de una hora en esa posición. Como pudo, se levantó llena de lodo. La pareja había dejado un abrigo y una cobija, pero fueron insuficientes para quitarle el frío y resguardarla de la lluvia pertinaz. Caminó varios metros, arrastrando los pies, balanceándose como un globo aerostático. Luego cayó sentada por segunda ocasión. Llorando, se acomodó en una piedra, cubriéndose con la cobija. Estaba empapada. Miró para todos lados sin distinguir nada porque la lluvia era espesa. Sobándose la panza, pensó en Polo, en que no podría verlo por última vez. No obstante, para su fortuna, un automovilista se apiadó de ella. Entre la bruma, un par de luces aparecieron como dos luciérnagas gigantes volando hacia su rostro. El hombre la distinguió gracias a que iba despacio cuando Rocío levantó los brazos. De inmediato la llevó a la primera clínica con la que se topó en la carretera.

 

 

Afuera hacía frío. Estaba acostada en una cama de hospital, un tanto incómoda, pero la reconfortante tibieza del cuarto daba calma. El doctor dijo que de haberse quedado más tiempo en ese lugar, hubiera muerto de pulmonía. Prácticamente habían salvado su vida. Daría a luz de un momento a otro. La imagen de Polo se intensificaba cada vez más. “¿Dónde se habrá metido?, ¿por qué tarda tanto?” La enfermera de revisión le daba vueltas de vez en cuando para luego retirarse.

—¿Han venido a buscarme? —preguntó Rocío.

—Nadie hasta el momento, señora.

—¿Me prestaría el teléfono de nuevo? —suplicó a la enfermera en la siguiente ocasión que la vio entrar.

Mientras calibraba el suero, dijo:

—Por ahora es imposible.

—¿Por qué?

—Porque debe estar quieta, todavía hay mucha debilidad. En unas horas habrá trabajo de parto.

—¿Trabajo de parto?, me siento tranquila.

—Sólo por el momento.

—Usted no siente lo que yo.

—Definitivamente —dijo de modo seco, dando por terminada la plática—. Regreso en una hora.

—¿Qué se supone que haré en todo ese tiempo?, necesito saber de mi marido.

La enfermera volteó para echarle una mirada compasiva.

—Aunque es la última de las recomendaciones que yo daría, vea televisión —dijo, mostrando la mejor de sus caras.

—Pero si no hay.

—Yo le consigo una con la recepcionista, ahora se la traigo; es de las viejitas.

Después de unos minutos, la enfermera regresó con un pequeño televisor; lo puso sobre la mesa de servicio.

—Recuerde, en una hora vuelvo.

Rocío sonrió, ¿para qué confrontarla?; más tarde insistiría en su llamada; por ahora se relajaría. Extendió el brazo para alcanzar la perilla. Con dificultad, giró buscando un canal; se detuvo en uno donde pasaban noticias. Quería enterarse de lo acontecido en los últimos meses. La enfermera fue muy escueta: “Ganó el que ganó.” Las escenas fluían en el televisor. En la ventana ya era de noche, sólo se vislumbraban las luces de la calle. El pueblo, al parecer, quedaba cerca de la Ciudad Más Grande del Mundo; Polo debía llegar pronto. “¿Qué son tres horas de camino?”, suspiró. El noticiero comenzaría en unos minutos. Se frotó las manos. La tibieza del cuarto se fue con el pasar de las horas; aun así, se sentía segura. El conductor del programa narró los pormenores del día, dando notas nacionales e internacionales; también del nuevo presidente de la república. “¿Qué pasó entonces?”, preguntó Rocío al aire, haciendo un mohín. En seguida se anunció la explosión de un coche bomba en las inmediaciones de una colonia. “Después de esta pausa, regresamos”, dijo, para retener a su probable teleauditorio. Se removió en la cama. Las imágenes vistas eran las de su zona. Después de unos minutos de espera, la voz tronó, sacándola de sus cavilaciones. La cámara mostró el área, mientras un reportero mencionaba la marca del coche junto con el nombre del afectado por la explosión. “Al parecer fue ejecutado”, subrayó, sentencioso, “se sospecha que guardaba nexos con el narcotráfico… En otra noticias, según declaración ministerial ampliada de uno de los reclusos de la penitenciaría afirmó que el líder, de nombre Polo, es el cerebro que orquestó el complot en contra de su propio candidato y hoy anda prófugo.” Rocío se sentó con esfuerzos. La marca de su auto había sido dada, más el nombre de un vecino, lo recordaba perfectamente. “¿Habrá muerto en esa explosión?”, se preguntó, atribulada, “¿estaría con él? El cabrón de Federico se salió con la suya, embarró a todo el que pudo.”

El ruido de la puerta la hizo volver. Había pasado una hora: la enfermera entró, encaminándose hacia el suero. Observó a su paciente.

—¿Pasa algo? —Rocío fijaba los ojos en la pared—; quédese como está o el bebé saldrá lastimado.

Rocío la miró con lágrimas en los ojos. La enfermera puso la mano en su frente.

—¡Está muerto! —sollozó, tragándose la voz.

—¿Quién está muerto?

—¡Polo, mi marido!, ¡estoy segura de que se trata de él!

La enfermera se quedó muda, a pesar de la preparación para situaciones de ese tipo: la frase la desarmó por completo; pero luego retomó el control.

—Calma, estará bien.

—Usted no sabe…

—Es verdad, ¿pero qué tal si está vivo?

—Lo dijeron en las noticias, un coche explotó; nadie se salva de una cosa así.

—Por ahora nos concentraremos en su parto.

—¡Es que mire la situación!

Rocío aumentaba los respiros, el pecho se agitaba de arriba abajo.

—Señora, entienda que estamos ante un asunto crítico.

La mujer revisó la entrepierna: notó que la paciente soltaba un líquido cristalino.

—¡La fuente se reventó, ahora vuelvo! ¡Voy por el doctor!

 

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