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Y seguimos pidiendo la palabra: ¡QUE SEA SANGRE! (26-Jul-14)

Escrito por Anibal Angulo en Sábado, 26 Julio 2014. Publicado en Literatura

Un puente peatonal, sobre la avenida Coyoacán, une los dos cuerpos del edificio del hospital 20 de Noviembre de la ciudad de México. Dos policías en cada extremo vigilan con mirada interrogante a cada uno de los enfermos y sus acompañantes que pasan de un lado a otro. En sus rostros hay desesperación y dolor.

“9:30. tercer piso. Dr. Aguirre” decía el documento que traía desde La Paz y por supuesto no tenía la menor idea de cómo llegar al tercer piso y mucho menos al consultorio del Dr. Aguirre.

Ese día mi esposa y yo nos levantamos con el tiempo suficiente para tomar un baño, un café, y buscar un taxi para llegar puntuales a la cita. La noche anterior casi no dormí, en mis pesadillas me veía abierto en canal, con mangueras alrededor del cuerpo y animales mordisqueándome; me veía corriendo por todo el cuarto salpicando de sangre las paredes. 

—Siéntese y espere, lo van a llamar.

Después de peregrinar por todo el hospital preguntando por el área de cardiología llegamos hasta el mostrador donde se arremolinaban pacientes y acompañantes en busca de información. La encargada apenas asomaba la cabeza y repetía de mal modo, a todos, la misma respuesta:

—Siéntese y espere, lo van a llamar.

El trato de los cardiólogos, debo de reconocer, fue cordial y muy profesional a diferencia de la gorda del mostrador.

“ESTUDIO GAMMAGRÁFICO DE PERFUCIÓN MIOCÁRDICA BAJO PRUEBA DE ESFUERZO TIPO BRUCE CON DATOS COMPATIBLES CON SECUELA DE I.M NO TRANSMURAL DE LA REGIÓN INFEROLATERAL BASAL DEL V.I. CON IZQUEMIA RESIDUAL LEVE A MODERADA LOCAL. ISQUEMIA A DISTANCIA ANTEROLARTERAL LEVE…concluía el examen de medicina nuclear que días antes me había realizado en Médica Sur, pagándolos yo, por supuesto, porque en el 20 de noviembre dijeron: “sólo hay material para los enfermos internados, lo vamos a reprogramar”.

Lo leyeron cuidadosamente hicieron  las mismas  preguntas que ya había respondido infinidad de veces, ¿Qué sintió? ¿Cuándo le dio? ¿Qué ha tomado? ¿Duele? ¿Tiene antecedentes en la familia? La conclusión de los doctores, aunque ya me había preparado con meses de anticipación para escucharla, me cayó como vaso de agua fría:

—“lo vamos a internar el día de hoy”.

Fue un maratón interminable: análisis, radiografías, entrevistas, todo el mismo día, yendo y viniendo por todo el hospital, hasta que finalmente dijeron: -Baje al sótano, a las cinco lo van a subir a “cardio”.

El sótano es un pasillo frío, con unas cinco o seis sillas de metal. Para esas horas del día, ya habíamos recorrido varios kilómetros de pasillos y elevadores. Parados, las horas se hicieron eternas. En el sótano, a cada rato, pasa una policía revisando de arriba abajo a todo el que se encuentra y a todos les pregunta ¿Qué hace? ¿Quien es su paciente?. Pareciera que busca terroristas, drogas, o armas en cada bolsa.

Temerosos de no escuchar nuestros nombres, estábamos amontonados junto a la ventanilla de donde, a intervalos, nos llamaban a gritos para confirmar nuestros papeles. Después decían: espere aquí.

A las seis de la tarde salió de la oficina una enfermera con un cerro de expedientes apretados en su pecho- síganme- dijo, sin detenerse a confirmar que la hubiéramos escuchado. La bola de enfermos y parientes corrimos detrás de ella, temerosos de perderla a la vuelta de una esquina o en un elevador. Un parpadeo y podíamos perder a la enfermera con nuestros expedientes y morir irremediablemente antes de encontrarla en medio de una multitud de policías, enfermos, médicos y parientes. Como pollitos detrás de mamá gallina nos apretujábamos unos contra otros.

Finalmente llegamos al tercer piso. Al fondo del pasillo, estaba la recepción.

—¿Angulo? cama 2010.

 Los cuartos son una especie de celdas donde caben con esfuerzo dos camas separadas por una delgada cortina deslizable. Si hubiera querido, con sólo mover un brazo le hubiera picado los ojos a mi compañero de cuarto: Don Ricardo.

La silla donde dormía mi esposa Margarita parecía asiento de pesero, le faltaba un brazo y un resorte amenazaba con perforarle una nalga cada noche. En un principio insistí en que no se quedara a dormir en esa posición tan incómoda, pero desistí después de que una enfermera llegara con un sobrecito blanco con varias pastillas en el fondo – tómese esto- y lo pusiera sobre la mesa de la comida, y saliera con la misma, sin preguntar siquiera ¿tiene agua? ¿vaso? o cualquier otra cosa amable.

Previamente otra enfermera me había dejado el brazo como queso gruyere intentando ponerme un suero, finalmente se dio por vencida y pidió ayuda a otra compañera ésta le respondió con una mirada de reojo que claramente se podía interpretar como “quítate pendeja” y a la primera me ensartó el suero, que no me quitaron hasta minutos antes de darme de alta. La colocación del suero fue lo de menos, el problema estaba cuando quería ir al baño -con el suero dan ganas de orinar a cada rato-. Las ruedas del brazo metálico que sostiene la bolsa en alto estaban inmovilizadas, sin girar, y el primer día, al jalarlo, el suero se salió y me cayó en la cabeza. La otra opción era usar un cacharro que no sé por qué le llaman “pato” y es lo más incómodo del mundo. En cualesquiera de las dos opciones la sensación es la de ser un inválido, incapaz de valerse por sí mismo.

Don Ricardo, que no se aguantaba las ganas de saber quién era el recién llegado, aprovechó un momento en que mi esposa salió a cambiar los boletos de avión, y su hija que lo cuidaba durante el día, también lo dejó solo para preguntarme santo y seña. Así yo también me enteré que los tubos que tenía en la nariz eran de oxígeno, porque sólo le funcionaba el treinta por ciento del corazón, que ya le habían colocado un aparato para regularle la circulación, que lo habían operado hace años para puentearle tres arterias, que su hija se iba a casar en las Vegas dentro de unos días y que le iba a comprar unas medicinas que sólo vendían en el otro lado. No pude dejar de pensar “éste sí está jodido, no como yo”

Al día siguiente, un camillero llegó por don Ricardo para bajarlo a un examen de medicina nuclear, el mismo examen que días antes me había realizado en Médica Sur, pagándolo yo, y nada barato por cierto.

Al poco rato regresaron al cuarto a don Ricardo

—Me hicieron la mitad del estudio, mañana hacen la otra mitad-.

Mi examen había durado más o menos cinco horas y me extrañó la rapidez con la que se lo habían .

Don Ricardo estaba a punto de desayunar cuando otro camillero llegó.

—¿Usted es Ricardo Martínez? Tengo orden de bajarlo a medicina nuclear

—Me acaban de subir, me toca hasta mañana.

—No sé…yo tengo orden de bajarlo. Y le mostró un papel con la supuesta indicación.

—Me dijeron que hasta mañana me hacían la segunda parte...

—No sé, yo tengo instrucciones de bajarlo…deje el desayuno.

Don Ricardo entendió que era inútil seguir discutiendo y de reojo vio con tristeza la charola con el desayuno.

Diez minutos después regresaron con él. En silencio el camillero lo depositó en la cama.

—No era yo, se equivocaron. —Me dijo en un susurro— ¿Y mi desayuno?

Me hice el tonto y no le dije que me había comido toda la fruta antes que la enfermera retirara la charola.

Esa noche roncó a todo volumen, pero antes de dormir, al ver que nadie llegaba a ayudarle, le pidió a Margarita, mi esposa, que le ajustara el regulador del tanque de oxígeno

—Con mucho gusto ¿pero cómo le hago?

—Mueva la perilla que está en la esquina.

Margarita, inexperta, en lugar de abrir, le cerró. El grito de don Ricardo se escuchó en todo el piso. Poco faltó para que el ISSSTE se ahorrara mucho dinero con él.

A la mañana siguiente una enfermera entró como torbellino y sin decir agua va me levantó la sábana y un aire frío me envolvió de pies a cabeza

—A la una lo van a subir a hemodinamia ¿ya lo rasuraron?

Ingenuamente pensé que se refería a mi rostro. Pero no. Se refería a una parte que normalmente no se anda uno rasurando todos los días.

Aún no salía de mi asombro cuando ya me había enjabonado con agua a punto de ser hielo. No me quedó otra que apretar los dientes y cerrar los ojos, sin animarme a protestar por el temor a que se enojara, se le pasara la mano, y me convirtiera en eunuco de las mil y una noches. En un dos por tres me dejó como pollo para rosticería.

—Listo ya, puede bañarse y ponerse esta bata… no vaya a desayunar nada-. Y salió igual que como entró.

Durante el resto de la mañana don Ricardo no dejó de hablar de su vida como ingeniero en electrónica y de que su hija- desde Las Vegas- le había hablado para decirle que al ir a comprar la medicina le dijeron que requerían la autorización de la DEA.

—Hágame el favor ¿y ahora? ni modo que vaya a la embajada de Estados Unidos y pregunte donde están las oficinas de la DEA.

—Búsquela en Internet o Facebook- dije en son de broma, pero él lo tomó en serio y a todo el que entraba al cuarto se lo contaba.

El día D anunciado no llegaba. Veíamos insistentemente el reloj y el camillero no aparecía. Don Ricardo no dejaba de decir, con cierto dejo de venganza “ya le toca ¿verdad? No perdonaba que me hubiera comido su desayuno. Los nervios y la espera hicieron que empezara a sentir ligeros deseos de orinar.

Desde la puerta el camillero gritó ¿Angulo Aníbal? ¿cama 2010? ¿ya se bañó? ¿no desayunó verdad? Súbase con cuidado a la camilla.

Mi esposa sólo alcanzó a apretarme la mano y susurró algo que no alcancé a escuchar.

Me veía como a una res que llevan al matadero.

Dentro del elevador recordé que en uno de los momentos del viacrucis burocrático, en un elevador similar, nos tocó compartirlo con un enfermo encamillado, y en esa ocasión, al verlo, pensé “pobre güey, qué le irán a hacer” Ahora me tocaba sentir las mismas miradas  interrogantes.

El tiempo que transcurrió desde la salida del cuarto hasta cruzar la puerta de hemodinamia me pareció infinito. Sólo veía las luminarias del techo pasar sobre mi cabeza, el camillero saludaba a todos y bromeaba con las policías que custodian las entadas a los pisos. Con un extremo de la camilla abrió las puertas abatibles y me estacionó junto a una pared, aunque iba bien cubierto con una frazada pude sentir el frío de la pared.

“Las máquinas son muy sensibles, se calientan mucho y dejan de funcionar, ya nos ha pasado, y por eso es necesario mantener una temperatura muy baja, míreme a mí”. la enfermera se jaló la manga del suéter que sobresalía debajo de su  uniforme.

A partir de ese momento el trato cambió radicalmente, había una sorprendente atmósfera de trabajo y armonía en el equipo de médicos y auxiliares, se comunicaban entre sí como piezas de un engranaje, en las que cada uno sabía qué hacer y lo hacía con agrado, hasta podría decir que disfrutaban lo que hacían.

Entre varios me pasaron de la camilla a otra superficie más dura y angosta. Siempre se dirigían a mí con amabilidad, aunque esto no evitaba que titiritara de frío y aumentaran las ganas de orinar.

Me sujetaron de pies y brazos y me colocaron en el pecho unos cables parecidos a los que se usan en los electrocardiogramas.

Un médico me explicaba lo que harían, que por supuesto no entendí, al mismo tiempo que empujaba una aguja cerca de la muñeca de mi brazo derecho en busca de la vena, y me sorprendió no sentir el dolor intenso que había imaginado sentiría.

El miedo y las ganas de orinar aumentaron.

Para no tener la mente en la sala intentaba pensar en cosas más agradables: correr por la playa, pintar, reconstruir mis videos, arreglar el jardín, pero era imposible dejar de estar consciente de que un cable estaba dentro de mis arterias y desde afuera lo estaban guiando como quien mete un destapacaños. Seguramente para no alarmarme, el equipo hablaba en voz baja, sin embargo alcanzaba a escuchar  fragmentos de la conversación: más despacio, no vayas a romper la artería…dobla a la izquierda…¡ah caray! esa también está tapada …ahí, eso es, despacio, doctor no tenemos ese sten…entonces pásame uno de bayer, es más largo pero nos sirve…aumentó la presión…¿como lo ves? ¿usamos un globo o sten…? busca otro más delgado…

De reojo alcanzaba a ver a una enfermera joven buscar en unas pequeñas cajas lo que los médicos le pedían y ofrecer otras a cambio. Ahora sé lo que siente mi viejo pickup cuando el mecánico -mi amigo Cosme- dice: esta pieza no es la que lleva, pero con una calza va a funcionar.

Las ganas de orinar seguramente se reflejaban en mi rostro porque un enfermero, también joven, se acercó a mi oído y en tono amable y comprensible me dijo: tiene ganas de orinar ¿verdad? puede hacerlo si gusta, de todos modos tenemos que limpiar y tirar las sábanas llenas de sangre, es peligroso que se aguante porque aumenta su presión.

La sola sugerencia me indignó y me pareció inadmisible ¿orinarme bajo las narices de los médicos? He hecho cosas que me avergüenzan ¿pero esto? Primero muerto.

Al rato el joven se acercó de nuevo y susurró al oído: “retener el líquido aumenta la presión, no se aguante”

La verdad es que, a esas alturas, las ganas de orinar, con el miedo y el frío, eran ya casi incontenibles.

Como un nuevo Hamlet me preguntaba: “orinar o no orinar, he ahí el dilema” Y luego pensaba en los posibles encabezados amarillistas de los periódicos de La Paz: “Pintor emérito muere por no orinar” Las ganas aumentaban y los médicos no tenían para cuándo terminar.

¿Qué era mejor, un pintor honorable muerto o uno mión… pero vivo? La voz enérgica del doctor ¡Agreguen más…rápido! definió mis profundas dudas filosóficas.

Un calorcito húmedo, maravillosamente placentero, empezó a subir por mi espalda y un sólo pensamiento ocupo mi mente: ¡que sea sangre!

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