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Bajo la piel

Escrito por Marcos de Jesús Roldán en Jueves, 20 Agosto 2015. Publicado en Cuento, Literatura, Narración, Poesía

"Don't you know, little fool,

  You never can win?  

Why not use your mentality,  

Step up, wake up to reality?" 

 I’ve got you under my skin 

(Cole Porter, 1936) 

 

  

El aroma a café invadió rápidamente la pequeña habitación, entremezclándose con el perfume que ella usaba  como su sello indiscutible. El sisar del líquido derramado sobre la hornilla anunció que estaba listo, fluyendo potente y confiado, antes de ser vertido a la taza que esperaba, como siempre, recibirlo y contenerlo momentáneamente. 

Negro, oleoso, tiñó las blancas paredes del recipiente antes de ser bebido, degustado. Se antojaba delicioso, cremoso, lúbrico. Casi podía palparse la energía contenida en tan escaso fluido.

Un espresso, como siempre. Ella en tu cama, como nunca.  

El mensaje había sido contundente, muy atrevido: “Te espero a las 9, café y discos viejos”. Nada que perder y por ganar, la eternidad en su regazo. 

No esperabas ese “Si” por respuesta, de hecho no esperabas alguna. Fue lanzar la línea una vez más al mar inmenso y azaroso donde al pescador siempre se le va la presa. Pero no, esta vez el mensaje llegó en buen momento y a buen puerto, no fue la llamada de auxilio dentro de la botella. Era, más bien, un mapa para hallar al acompañante perfecto e interesado en rescatar algo oculto entre montículos, planicies y oquedades, entre arena y roca. Un tesoro, definitivamente. 

Llegó con discos y una sonrisa. También trajo una barra de pan, “Para el café” dijo. Tú tenías mantequilla y mermelada de cereza, de mora y de fresa. También tenías ya los granos molidos y muchas ganas de verla, sentirla, homenajearla y de faltarle al respeto. 

Además del pan, su perfume y la presencia, trajo algunos discos. No me gusta Sinatra, es un cliché, pensaste. Pero callaste, no hubiera sido un movimiento afortunado… no hoy que su escala estaba tendida, flotando en una superficie calmada, para que la tomaras y pudieras subir hasta la cubierta y reclamar la nave como tuya, por un instante. 

Rebanaste el pan, luego de buscar y rebuscar el cuchillo de sierra y la tabla de mezquite. Rebanadas medianas, un centímetro y medio exacto. El horno caliente esperaba la carga de panecillos y los abrazó ansioso, queriendo derretir la mantequilla para darle un tono dorado a la cubierta donde untarías la dulce jalea de frutos rojos. 

Hoy no habría vino, ni pescado ni pasta. Tampoco visitas sociales ni pretextos. Era una merienda íntima, dulce y aromática. Una oportunidad y un reencuentro. Una oportunidad para escribir y leer sobre ella y para ella. 

Porque si al principio usaste argumentos para desnudarla, a lo largo de ese ir y venir de encuentros  y desencuentros, del oleaje que los alejaba o acercaba según la luna, el viento o las ocupaciones,  esta vez deberías ser menos evidente, menos ansioso pero ante todo más creativo. 

Y así decidiste por esa intención cuando al hojear el librito de poemas hallaste uno que deseaste

“escribir en su piel”, con saliva, con sudor o con tinta; con pluma o estipe, con los dedos, con los labios o tu lengua entumecida. 

“Hagamos algo diferente” ofreciste mientras untabas mermelada de cereza negra “Te desnudaré y escribiré sobre ti”. 

“Siempre lo haces” respondió pícara mordisqueando un pan aún caliente. “Desnudarme y escribir sobre mí”. 

“No, esta vez no escribiré acerca de ti. Si no sobre ti, sobre tu piel” aceptando tácitamente que desnudarla, si, “siempre lo haces”. 

Siguió mordiendo el pan y bebiendo sorbos cortos. Pensaba, seguramente, tu propuesta y las  preguntas que a continuación lanzaría. 

“¿Qué quieres escribir, algún texto original?” arrugando la nariz, sonriendo retadora. 

“No, Sabines. Poesía. Sus poemas”. 

Calló sorprendida, sosteniendo entre los labios el último trozo de pan. Tú también invocaste al silencio y entre café, pan y emoción contenida, anticipaste respuestas y réplicas a sus argumentos  en contra. 

“¿Y ya sabes qué vas a escribir?”, más interesada y casi cediendo. 

“Sí,  lo sé de memoria pero quiero que sea sorpresa. Además mi voz no ayuda, soy más hábil con las  manos” y sentiste ese juego de palabras calentar tu rostro cuando ella volvió a sonreír asintiendo.  “No. Me refiero a que soy mejor con las manos que con la lengua… que escribo mejor de lo que  hablo…”, mas turbado aún y sin poder esconder el hecho que habías perdido cualquier asomo de frialdad y desinterés aparente. 

Terminó el disco. Franky “Ojosazules” había cantado 4 temas seguidos antes de presentar a la  orquesta que la acompañaba. Ella aprovechó para levantarse y regalarte una vista de su derriere  enfundado en el vestido negro tan Tiffany, tan Hepburn. 

“Me gustan todas” refiriéndose a las canciones “pero esta es mi favorita”. Y Frank comenzó a  revelarte cuan profundo la llevas dentro de ti, que hasta es parte tuya. Como si supiera el viejo  cabrón, rata de ratas, lo que sientes por ella. Como si al irse volando a la luna te hubiera visto  manejando hasta el acantilado donde te colgabas de su cuello y de sus ganas de sentirte. 

Y así, loco de contento ibas hasta allá, a pesar de la vocecita que te decía… un momento, la voz  siempre te animó, te sonsacaba y decía que eras a prueba de balas, que quería tenerte dentro de ella, bajo su piel. 

Ja. Pobre tonto… y tenías que echarlo a perder ¡Carajo! 

No estaba mal. La música y la noche que comenzaba a merecer ese nombre. Reconociste que el tipo tenía gracia, talento y voz. Imaginaste el cabaret, la audiencia, el olor a riqueza y los murmullos,  los collares de perlas, las ganas reprimidas, las contenidas y las que estaban desbordadas.

Regresó hasta la cama donde estaban tazas y charola de pan, moronas sobre la colcha y tú en flor de loto, tratando de parecer impasible. Imposible. Te sacaron de las cavilaciones sus brazos hacía ti y ella bailando, para tomarte de las manos y levantarte. “Vamos a bailar, viejo ermitaño”, tú con la torpeza de dos pies siniestros, confabulados para hacerte pasar la vergüenza de no saber bailar ni el uno, dos, cambio, de una melodía con arreglos de Quincy Jones. Y, como si necesitara razones, su sonrisa nuevamente iluminando mi cueva. 

Terminó la canción. La siguiente bajó el ritmo y fue inevitable apretar el abrazo, ajustar la distancia y  tomar su mano para intentar dirigir a esa mujer ingobernable.

¿Cuántos clichés definen nuestra manera de sentir? ¿Qué tan predecibles son las reacciones de una  generación que creció entre películas gringas de vaqueros y gangsters, y las de charros, rumberas  y citadinos recién llegados? 

La besaste, tenías que hacerlo. Otra vez, más largo. La perderías de no hacerlo así. Largo, lento,

eterno como puede ser un beso recuperado, pausado hace 10 años.   Ya sin prisas ni dudas, quitaste los restos de la merienda y comenzaste a deslizar el vestido para dejar libre su espalda.

“Yo no sé de cierto, pero supongo que una mujer y un hombre algún día se quieren” escribiste  sobre sus hombros, uniendo con tus grafías arredondeadas los lunares que has besado “se van quedando solos poco a poco, algo en su corazón les dice que están solos, solos sobre la tierra se penetra, se van matando uno al otro” a la altura de su corazón, de sus pulmones.   Rayaste sus costillas con cuatro líneas que a pesar del sentimiento la hicieron retorcerse entre  cosquillas y jadeos apretados “Todo se hace en silencio. Como se hace la luz dentro del ojo. El amor une cuerpos. En silencio se van llenando el uno al otro.” 

Al llegar al arco de su silueta la haces voltear sobre su espalda para continuar el escrito en el vientre, usando al ombligo como pausa entre ambas partes “Cualquier día despiertan, sobre brazos; piensan entonces que lo saben todo. Se ven desnudos y lo saben todo.” 

Hubieras escogido un poema más largo, el de “Los amorosos” por ejemplo, pero no, ya sé que no te gusta. Sobre el pubis, rozando el monte de venus, trastabillando entre el vello recortado para la ocasión dejaste escrito “Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.” 

No hizo falta otro poema, más versos ni tinta. Su piel la decoraste con besos antiguos guardados  para mejor fecha; la acariciaste con las que escondiste al amparo de la realidad, del tiempo y del espacio entre ustedes. Dedos hábiles que en caligrafía básica onduló su piel y la erizó con aquella  “T” y “Q” bien marcadas, garabatos arteros sobre una piel nunca escrita. 

Profano pensaste en el libro abierto y en la tinta que, gracias a Dios, no era indeleble.  

Pero aunque el agua y jabón borren tus trazos y solo queden claroscuros que le recordarán el café y la música; algo de esa tinta, de esas letras, algo del poema, se habrá quedado grabado, mezclado e impreso bajo la dermis, para que orgulloso pregones, cantando como crooner “Me llevas bajo la piel”. 

Pero bueno, yo no lo sé de cierto.  

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