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Serendipia: CONAN DOYLE, SHERLOCK HOLMES, EL MÉTODO, LA FANTASÍA

Escrito por Arturo Meza en Miércoles, 02 Julio 2014. Publicado en Belleza, Ciencia, Historia

Deben saber que Sir Arthur Conan Doyle, de origen escocés más conocido por la autoría del detective Sherlock Holmes, era médico. Mientras estudiaba medicina, además de su pasión por la carrera, inició otra pasión por las letras, escribía pequeños relatos en su tiempo libre. Cuando salió de la escuela, pasó cerca de cuatro años embarcado como médico de la armada, lo que retardó su titulación con una tesis que reescribió muchas veces mientras navegaba acerca de las tabes dorsales, una enfermedad, en ese tiempo muy frecuente, a consecuencia de complicaciones de sífilis.

En el campo de la medicina también escribió un artículo acerca de los venenos, que publicó una de las revistas más prestigiosas de la época. Decidió ejercer la medicina en el puerto de Porthmouth y al tiempo un amigo le aconsejó que estudiara oftalmología, una especialidad que por su forma de ejercerla, le dejaría más tiempo para escribir, como en efecto sucedió, se instaló como oftalmólogo en Londres, cuenta en su biografía que no se paraba un alma en su consultorio. Sin pacientes que atender, con muchos recuerdos que barajar, en sus intentos literarios le vino a la cabeza la figura del Dr. Joseph Bell, un extraordinario médico y mejor maestro, hijo del Dr. Bell quien describiera la parálisis de la cara que lleva su nombre.  A partir del mínimo hallazgo clínico, el Dr. Bell, hijo, podía ligar una serie de consideraciones para llegar al diagnóstico. Lo que en ciencia llaman método deductivo.

Es a partir de la forma de razonar del Dr. Bell que se inspira para elaborar el personaje de Sherlock Holmes, mientras el alter ego del Dr. Watson, el amigo inseparable del detective, era el propio Conan Doyle, quien a su vez, narra las historias y sirve a su amigo en el hilo de la deducción. Desde las primeras historias de Sherlock Holmes, el método deductivo brilla por su capacidad para resolver los problemas a los que se enfrentan. El detective de Conan Doyle era capaz de inferir, partiendo de una rotura en un pantalón, una mancha en la camisa o la forma de un botón, cuál era la profesión de un sujeto, cuál era su comida preferida o su procedencia, es decir, hacer diagnósticos a partir de indicios insignificantes, de observación metódica pero también de imaginación.             

El método científico ha tomado para si esta forma de razonar de manera reflexiva y se han elaborado una serie de pasos en lo que hoy se llama el método hipotético – deductivo: la observación cuidadosa, extraordinaria del fenómeno que se habrá de estudiar; la elaboración de hipótesis, de supuestos acerca del comportamiento del fenómeno; enumeración de proposiciones elementales, más elementales que la propia hipótesis y al final, la verificación con lo que sucede en la experiencia. Hasta la primera mitad del siglo XX tales pasos del método hipotético deductivo no tuvieron modificación hasta que Karl Popper le agregó la falsabilidad , la idea que para que la preposición fuera correcta, verdadera, necesitaba ser falseable. No son falseables por ejemplo los enunciados de las religiones.

Sin embargo, los grandes descubrimientos científicos no se llevaron a cabo con un método particular, el método siguió al descubrimiento y el método fue posterior en la presentación del descubrimiento. El mitológico ¡eureka! de Arquímedes, las serendipias y las ocurrencias -la manzana de Newton, por ejemplo- no tienen método, más que ciencia parecen impulsos artísticos porque nacen de la improvisación, de la intuición, de la corazonada; elementos nada científicos si se piensa que la ciencia es esa señora emperifollada que carga el método como perrito faldero. Se sorprendería el lector la cantidad de descubrimientos científicos que no siguieron un método. Después, para la lectura, para la publicación, se le da un orden y parece que el científico ha seguido un orden riguroso.

Las deducciones que sigue Sherlock Holmes, que llevan el rigor de la ciencia acompañadas de la imaginación, marcaron en su época, el principio de un nuevo género literario, la novela policiaca científica psicológica, fundamentada en la solución de casos misteriosos e intrincados. Como se puede entender, el mérito es en realidad de Sir Arthur Conan Doyle, sin embargo, al público en general le es más recordable el personaje, el detective flaco, desgarbado, de gorra a cuadros y gabardina, que el propio autor. El público se identifica con el tipo que tocaba el violín, irónico, adicto a fumar pipa y a la cocaína, que siempre vivió en el 221B de Baker Street que quien le dio vida.

Quizás por eso, un día de noviembre de 1893, Conan Doyle no soportó más al detective y armó su final a manos del infernal Profesor Moriarty. Lo consultó con su madre quien le dijo - no lo hagas, lo lectores lo tomarán muy mal- en efecto, después de publicado “El problema final” donde el detective desaparece en las cataratas a manos de su archienemigo, Conan Doyle tuvo manifestaciones frente a su consultorio, los lectores se paseaban con crespones negros. Lo tuvo que revivir diez años después con “El regreso d Sherlock Holmes”.

Un caso, el de Conan Doyle y Sherlock Holmes donde se confunde la verdad con la ficción; el personaje con su creador; la ciencia con el arte; el método con la fantasía.

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